Por Luciano Debanne.
Volvíamos de un taller en La Carlota, con una compañera, y no sé bien por qué nos dieron curiosidad las cruces que se asomaban por encima de la tapia redondeada del cementerio de Etruria. Y bajamos.
Todo el cementerio de Etruria ocupa una manzana. Por fuera de los muros perimetrales de esa pequeña ciudadela triste, separadas por una calle de tierra que parece más o menos nueva, se extiende ademas un grupito de tumbas más modernas. Eso es todo.
Andaba yo dentro de los muros viejos del cementerio, rodeado de tumbas desgranándose, de derrumbes fantasmagóricos, de flores secas en frascos de vidrios enmohecidos, de cruces de hierro con un corazón de latón ya oxidado.
Caminaba triste y fascinado entre fotos, y mármoles, y placas de bronce con fechas, y flores secas, y flores de plástico, y los arboles grises, y tumbas abandonadas.
Ya había visto los nichos apilados como una cajonera derruida donde olvidan a sus muertos los pobres, y la estatua de un ángel sobre un enorme monolito de mármol inundado donde abandonaron, flotando en agua sucia, a sus muertos los ricos.
Estaba ahí, de vuelta de un taller, volviendo, inesperadamente parado en un cementerio en un pequeño pueblito del sur de Córdoba.
Estaba ahí en medio de esa cachetada de futuro que significa ver a varias generaciones de personas que alguna vez estuvieron -como yo en ese momento- cagadas de frío, y caminando en medio de cavilaciones sobre la muerte, y ahora estaban simplemente muertas. Estaba yo ahí, en medio de la desolación que significa saber que todo es medio al pedo porque igual nos vamos a morir.
Y entonces en una placa, en una placa como cualquier otra -un poco más grande quizás, un poco más llamativa tal vez- leí que un vivo recordó a un muerto con la frase: «Abrió el primer surco de sus ubérrimas tierras».
Abrió el primer surco de sus ubérrimas tierras.
Y pensé entonces que quizás se trate de eso, al final de cuentas, quizás se trata de eso y nada más. Y medio que sonreí.