Por Luciano Debanne.
La noche no es de los lápices, de los lápices es el día.
Ese y los que vinieron después, su brillo punta redondeada de tanto andar la historia, trazo subterráneo, memoria viva, ejemplo, repetición.
Como la semilla que vuelve hoja verde, savia viva, nuevo intento, vaivén de los días cuando sueñan sueños de justicia.
Como la semilla que vuelve aunque arranquen el fruto, y lo maten al suelo, entregado a los gusanos, desperdiciada la alegría de su jugo, la dulzura de su sabor.
La noche no es de los lápices, de los lápices es el día.
Que amanece incluso sobre las tumbas, y las prisiones, y las torturas, y las fosas y el desgarro lento que nace de las manos de quienes odian la belleza furiosa de la sangre joven, cuando se agita más allá de las mansedumbres cómodas del sí señora, sí señor.
De los lápices es la juventud eterna, sus pasiones incendiadas, el fulgor de sus lágrimas, el dolor injusto. Sus restos que aún vagan por las marchas, fantasmas buenos que nos cuidan, compañeros de camino, compañeras de garganta, manos, pies, risa, abrazo, amor.
Ejemplo, bandera, antídoto contra la burocracia de puesto y sillón, remolino indómito, certeza de que no hay olvido, ni habrá perdón.
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Mirarse el ombligo, hoy
Esa condición inigualable de ser tierra y al mismo tiempo mano jardinera; cuidando lo que crece, y siendo, simiente, condición de posibilidad.
Un mundo incendiándose
No alcanzan nuestras manos. No alcanza nuestra buena voluntad. No alcanzan nuestros cuerpos sumados de uno en uno en medio del remolino ígneo de la desigualdad.
