
Por Luciano Debanne.
A veces cuando nos cuentan la historia de la extinción de los dinosaurios y el meteorito imaginamos que una piedra grandota les pegó en la cabeza y los mató.
Y no es tan así.
Todo indica que cayó la piedra nomás, y el golpe fue grande, como unas cuantas bombas bien power. Pero tampoco es que esa explosión, ese impacto, mató a todos los dinosaurios del planeta. Ni ahí.
Lo que sucedió es que ese acontecimiento, ajeno e inesperado, gigantesco, externo a dinosauriolandia, -por decirlo de algún modo- cambió las condiciones en que se desarrollaba la vida de esos bichos. Las condiciones que les permitían ser seres tan grandes y poderosos.
El impacto fue modificando cosas: el clima, el agua, el ecosistema general del planeta, diría una profe de biología. Lo que hizo que se extinguieran los bichos más poderosos del planeta no fue un hecho único e impactante; sino lo que todo eso desencadenó, pequeños cambios en lo cotidiano.
Y los dinosaurios no pudieron acomodarse, porque el cambio fue grande y porque no lo vieron venir, no hubo tiempo, no pudieron. Habrán pensado: «somos dinosaurios, los bichos más cool de toda la historia, mirá si nos vamos a extinguir.»
Y mostraban los dientes o las garras o las colas depende de cada quien.
Digamos que el día después del meteorito, probablemente la mayoría de los dinosaurios respiraron aliviados y festejaron como si hubiese sido una victoria. «Te dije que no pasaba nada», habrán dicho. Aunque en realidad ya estaban condenados a la extinción.
Quienes resultaron ganadores de ese proceso fueron los seres con tetas, que estaban hasta entonces entre los más débiles. Vivían medio bajo la tierra. A la sombra de los dinosaurios que dominaban el planeta. Y sin embargo…
Aunque, claro, ustedes dirán que aún es posible encontrar caimanes y víboras aquí y allá.
Es cierto, pero en cuanto se duerman los hacemos cartera.