Con permiso

Jugarse

2-09-2018 / Con Permiso, Lecturas
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La vida completa, el prestigio y la fama por un cachito de igualdad, entre quienes buscan la épica en la pureza y no en la potencia de la transformación.


Jugarse

Por Luciano Debanne.

A veces nos quedamos viendo al tipo que intentó apagar la antorcha olímpica con un matafuegos, al que se paró encapuchado afuera de la ceremonia con el cartelito, o la foto que muestra el contraste entre el chaperío de la favela y los fuegos de artificio de la fiesta mundial. Nos quedamos con esa imagen y nos llenamos de puntos ciegos de las batallas que se dan en el corazón del asunto, frente a las cámaras y bajo las luces.

No vemos esas batallas porque nos gusta la foto de la molotov, porque es más fácil ver en blanco y negro: estos son los vendidos al sistema, estos son los revolucionarios. Todo o nada.

Y es medio choto porque visto así todos somos transas o somos parias. Andamos buscando la épica en la pureza y no en la potencia de la transformación.

Y entonces menospreciamos a los que silenciosamente han dejado sus seguridades para transformar un pedacito de esta mierda. Tipos y minas que se jugaron la vida completa, el prestigio, la fama, por un cachito de igualdad. Que decidieron, en un momento, que toda la gloria del mundo apenas si sirve para algo más que trancar la puerta si no está dispuesta a ponerse a disposición de algo mayor. Que entendieron que no tenía sentido ser los más rápidos del mundo si eso significaba dejar todo atrás, a todos atrás.

Y pasa en las olimpiadas, y pasa con Hebe, y pasa con los compañeros que cambiaron el nombre en el face y siguen dando batalla desde su pequeño puesto en el Estado, y pasa con la pibita que pinta para dirigente de la orga y sin embargo manda todo al traste y contradice al pijudo de turno porque cuando estás en la cancha es diferente que cuando estás en el plenario boqueando.

Pasa todo el tiempo con los que se la juegan a pesar de que el poder les acaricia el lomo y los manda a recibir la medalla en silencio, calladitos la boca, vaya nomas, cómase un canapé. Y cuando le acercan la copita de champagne, la tiran a la mierda, de un manotazo: “Creo que todo hombre tiene derecho a beber la misma agua», susurran, y capaz que por eso se condenan a la sed, al castigo de los comités de disciplina, al olvido.

Afortunadamente sigue habiendo historias que merecen ser contadas dulcemente, y escuchadas con atención. Afortunadamente sigue habiendo quienes deciden contarlas. Porque de silencios están hechas las peores injusticias de este mundo.