Aquel verano

17-01-2021 / Con Permiso, Lecturas
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Los días se arrastraban que era un remanso el almanaque de la cocina, ya deshojado y flaco de tanto perder meses.


Aquel verano

Por Luciano Debanne. 

¡Qué ridículo! dijo.

Y a él se le gastaron tres de sus tres deseos de tanto pedir poder verla ir y venir por la casa para siempre, como un rosario de plegarias que se repiten en loop.

Pero solamente sonrió con una mirada que la miraba desde adentro; y ella siguió viendo la televisión de reojo mientras con las manos comía una factura que en el lomo tenía una luna roja y un sol amarillo atardeciéndole entre los dientes como si fuera una cordillera de huesos que ríen.

Era la siesta calurosa del último de todos los veranos que habían sido; y los días se arrastraban que era un remanso el almanaque de la cocina, ya deshojado y flaco de tanto perder meses, puro piel y huesos tras abandonar las gorduras de actividades y tareas que habían sido un atracón de tinta encerrada, una tras otra, en los casilleros iguales, tan iguales, siempre iguales, durante todo un año.

Él juntó sus fuerzas con la mano, como quien agarra la pava pesada por el mango, y en el mate cebó el último de sus intentos. Y como un esfuerzo, le desvistió los hombros hasta el ombligo para intentar nombrarla; y después se desvistió él, hasta que le salieron por las tripas todas las mariposas de la noche, grises y polvorientas, y quedaron apoyadas en el techo que abovedaba el cielo plagado de estrellas aún invisibles y musitó:

«No me parece ridículo.»

Y miró, él también, la televisión; lado a lado los dos, mientras más allá el patio con galería se estiraba y bostezaba las carcajadas de la gente querida que cultivaba una amistad más honda, y larga, que aquel verano en que se mojaba las patas en la pileta el fin de las cosas que habían pasado.

Y ella lo miró de reojo como antes miraba la televisión, y todas las palabras del mundo se le fueron lejos hechas un galope que huye y se quedaron pastando a la orilla del río.

Y desde esa vez hay un coro de flores nacidas en el jardín de la casa donde esas dos bocas charlaban.

Y no hay invierno que pueda con esas flores, tan fulgurante su origen, su ternura y su calor.