Por Luciano Debanne.
Hubo un tiempo en que llevaba siempre en la mochila pequeñas deidades, ídolos de bolsillo, amuletos que me acompañaban de acá para allá.
Una modesta tropa compuesta de un Buda que ríe dorado y del tamaño de medio dedo gordo, un soldadito de plástico eternamente en guardia que una vez encontré tirado, un osito que cambiaba de cara y sentimientos apretando un botón que tenía en la panza, un par de dados de colores, y alguna que otra chuchería más.
Iban conmigo en viajes y tareas, y tengo la certeza de que supieron cuidarme bien porque siempre llegué a destino y siempre encontré la forma de volver.
Después llegaron épocas de dejar de moverme para todas partes, de desarmar la mochila que solía estar siempre lista, de teletrabajo, sillas, computadora y celular.
Cambiaron las tareas y las mochilas.
No sé dónde estará esa banda de objetos. No recuerdo haberla sacado nunca del bolsillo donde solían viajar, ni haberlos guardado en ninguna parte.
Y sin embargo me di cuenta ayer que ya no están conmigo. Se fueron.
Hacen bien.
Han de andar protegiendo otros andares, porque siempre que uno se queda un poco quieto hay quienes en otro lado se echan a andar.
Le deseo a quien ahora protegen que sus sendas sean tan felices como las mías, y a mis amuletos que sigan siempre del lado de quien sale a la incertidumbre del camino.
Porque es segundeando a quienes andan dónde está la tarea y, probablemente, alguna que otra verdad.
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