Por Luciano Debanne.
De atrás de la sierra que se ve desde la plaza, ahí donde está la parada, en la ladera oculta a nuestra vista, nace una columna de humo amarronado y denso y ancho.
Y cuando cambia un poco el viento desde acá se huele ese olor a monte quemándose, a criaturas escapando, a yuyo crujiente. Y la mirada adivina el calor del fuego avanzando como si el infierno fuese un muro presente que se te viene encima de frente, y no el subsuelo de nuestras fantasías y desvelos morales.
Todo eso ocurre ahí nomás. A pocos kilometros de donde espero el colectivo, a poco minutos. Ahí nomás el mundo entero se quema y muere lleno de llagas hirvientes y asfixia. Ahí nomás.
Y sin embargo, acá estamos todos, esperando el colectivo, escribiendo en los teléfonos, esquivando charcos de agua sucia. Y un perro persigue un gato; y se oye cantar los pájaros; y los dientes de león, los cardos, y la ortiga crecen, verdes, y florecen junto a la palmera que plantó en su jardín un vecino desubicado.
Acá estamos, como si nada, mientras el mundo se incendia, ahí nomás, en nuestras narices.