Por Luciano Debanne.
Quien tenga para sí la vanagloria de creerse algo más que un azar infinitesimal, que compare su calavera con el cráneo lleno de cal salitre de la ballena azul, o mida su nado de sincronías entre brazos y piernas con el caos del mar.
Que observe el abismo del dolor del hijo, o sienta el hambre humano como si fuera un solo cuerpo toda la humanidad.
Que camine las calles infinitas de las metrópolis, sus museos y parques, sus barrios orilleros y su mercado central, hasta encontrarse con el Minotauro en alguna esquina, o a la salida de un bar.
Que gire como giran las bolsas de nylon que navegan en el aire que baila entremedio de los edificios, o se pierda en el hormiguero donde un lugar en la fila es cualquier lugar.
Que descubra las estrellas al final de las ciudades, cuando ya no hay faroles ni ganas de apaciguar la oscuridad.
Que sienta el miedo de la presa, el silencio de la muerte, el abrazo amigo, la alegría de amar.
Quien tenga para sí la vanagloria de creerse algo más que el instante en que viene, que es el mismo en que se va.