
Por Luciano Debanne.
Escuchen.
Hay un refugio, seguramente.
Cálido, indiferente, lleno de paz y consensos hechos de apretones de mano y palmadas en la espalda.
De acuerdos ciudadanos y diferendos sencillos de conciliar.
Sueñan con él quienes navegan mucho las redes; quienes le creen a pies juntillas a las editoriales de los diarios más tradicionales; quienes esperan políticas capaces de conformar a todas las partes tal como se enseña en las clases de educación cívica; quienes dieron todo lo que tenían para dar y ahora miran el límite de sus fuerzas; quienes confunden democracia con tomar vino dulce civilizadamente en los jardines del ágora desde los que se aprecia un Partenón que aún no está en ruinas producto de sucesivas guerras.
Hay quienes adivinan el reflejo de ese refugio, como un espejismo, en los indicadores sociales de países extranjeros, en los ensayos publicados y polvorientos de sociólogos y economistas de antes de la computación, en las rondas chicas de las comunidades de iguales, y hasta quienes lo sueñan en sus propias palabras repetidas y repetidas hasta la convicción.
Y debe estar ahí, más cerca que lejos, ese refugio que, colmados de agotamiento, alguna vez buscamos después de escuchar al vecino en la fila de la verdulería, a la mamá del grupo de wasap de la escuela, al señor que escribe comentarios en infobae, a la pibita que repite lo que repiten otros sin pensarla mucho por repetir nomás, al funcionario propio y ajeno que no para de twittear.
Hay un refugio, seguramente.
Pero aunque quizás viva allí el consuelo y el reposo, no creo que encontremos ahí la felicidad.