Por Luciano Debanne.
El bar está frío y las medialunas son feas.
Como no hay nadie ronda ese clima a negocio que recién abre, ese clima íntimo, esa cosa familiar de la rejilla sobre la mesa, ese pequeño desorden doméstico. Esos ruidos a inicios del mundo.
La música es de finales de los ochenta o principios de los 90, de una radio de esas que tienen musicalizadores que ya no aman su trabajo, ni escuchan música, ni les divierte ver que el mundo cambió, que hay sonidos nuevos, canciones nuevas, géneros nuevos.
Y la conductora habla como hablan las conductoras de FM que no dicen nada, cuenta las noticias sobre la nieve en Bariloche y de una señora a la que le tenían que cortar una pierna y le cortaron la otra. Noticias contra no sé qué gremio, y algo sobre que bajaron las ventas. Todo sin unión, ni explicación, ni sentido.
Y el cieloraso está húmedo y hay unos libros bajo un cartelito que dice biblioteca; pero son viejos manuales escolares, ediciones añosas que no merecen un estante en una casa, cosas sobre jardines y plantas porque el bar es también un vivero, y libritos de la revista Anteojito. Entre ellos un fascículo que contiene un cuento delicioso y humorístico de Mark Twain: El Arca de Noé. Hay un pedacito de mi infancia en ese libro de tapas blandas y azules, en ese estante de fibrofácil que simula ser una madera.
Al fondo hay un ventanal hermoso, enmarcado en madera de verdad; un ventanal que da a la calle, y a unos cactus, y a la mañana invernal.
El café no es bueno, pero tampoco está mal.
La silla no es firme, pero tampoco está mal.
El wifi no vuela, pero tampoco está mal.
Acá estoy.
No te digo que es todo perfecto, pero tampoco está mal.
Y un poco así con todo, me parece. A veces se trata de estar al resguardo, más o menos bien, aunque sea más o menos nomás.
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