
Por Luciano Debanne.
Yo estuve ahí arriba y es un desierto, un desierto de nubes blancas.
Y más que eso no hay nada: no hay angelitos, ni tronos, ni puertas, ni porteros santos, ni está Dios a la mano para irle a preguntar tal o cual cosa que uno quiera saber.
Ahí arriba, nada. Pura soledad.
Arriba del cielo hay más cielo, y nada más. Un cielo más pobre que el cielo de acá, porque ni nubes hay arriba de las nubes. Apenas un sol. O la noche, eso sí, llena de estrellas.
Y hasta es engañoso, me dijeron, porque si uno quiere hacer pie en esa suavidad esponjosa y blanca, o si uno quiere recostarse como si fuera la arena blanca de una playa infinita, o el pasto nevado de una pradera enorme, no puede.
No se puede. Ahí mismo se cae uno, para abajo, para lo duro, para la muerte.
Así que a mí déjenme nomás con esta tierra que piso, con esta realidad tan accidentada, tan barrosa, tan llena de altibajos, tan pedestre, pero llena de gentes.
Algunas, algunas gentes, que para mí valen mil dioses, mil alturas, mil veces el sueño de andar por páramos celestiales.