Por Luciano Debanne.
Piérdanse en el abismo de lo cotidiano.
Lo demás es una ficción, un estruendo, un chaparrón, la luz efímera del relámpago.
Pero si acaso encuentran en una esquina camino a la panadería, en un guiso de fideos, en el olor del pasto recién cortado, en la oscuridad húmeda de la tierra que desfonda la maceta vieja, en los ruidos que hace la casa de noche, o en la redondez rubicunda de la sopapa; si acaso descubren cómo distinguir en esa cotidianeidad la belleza, entonces serán felices.
Existe, claro está, una belleza extraordinaria en lo extraordinario. ¿Quién lo niega?
Pero nos condena a la nostalgia.
¿Y quién quiere vivir ahí?
Sin embargo, no se confundan.
No hablo de la mansedumbre de lo evidente, ni de conformarse con el óxido de lo habitual.
No.
Hablo de descubrir los misterios del universo flotando en un charco de gasoil, justo al lado del cordón de la vereda, donde se nos cayó la mirada, o una moneda.
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Mirarse el ombligo, hoy
Esa condición inigualable de ser tierra y al mismo tiempo mano jardinera; cuidando lo que crece, y siendo, simiente, condición de posibilidad.
Un mundo incendiándose
No alcanzan nuestras manos. No alcanza nuestra buena voluntad. No alcanzan nuestros cuerpos sumados de uno en uno en medio del remolino ígneo de la desigualdad.
