Por Luciano Debanne.
Todos se tatúan la gran ola de Kanagawa, pocos recuerdan las pequeñas embarcaciones que la enfrentan.
Y es que es sencillo fascinarse por el desastre inminente, por la magnitud del daño, por el terror. Luce más, como la mirada hipnótica de algunos depredadores frente a su presa.
Sin embargo, bajo la ola reman, en pequeñas embarcaciones japonesas de transporte, un grupo de marineros, de obreros del mar, que le hacen frente para volver a casa. Hay también algunos pasajeros, sin remo pero igualmente sentados en las barcazas, mojados por la salitre brava de los mares.
Ahí están esos remeros, pequeños frente a la ola y empequeñecidos por nuestra mirada centrada en la potencia, en el dramatismo de la destrucción.
Así nosotros. Fascinados por las pequeñas garras que nos salpican el rostro diariamente desde las pantallas: inmóviles y silenciosos o, peor aún, quejumbrosos frente a la gran ola de Kanagawa. Aferrados al remo, pero sin remar.
Quizás sea ya tiempo de empezar a mover las manos, ya no para señalar la inminencia de la ola, la cercanía del desastre, el mar que nos envuelve en desesperación; mover las manos para remar.
El arte, y a veces también otras formas del intelecto que le hablan a nuestros corazones, se complace señalándonos el monte Fuji, imperturbable frente a la escena de los remeros que enfrentan la ola inevitable. Y a veces uno tiende a creer que en última instancia la vida es eso, que predomina la derrota.
Sin embargo la historia está hecha de aquellos que finalmente llegaron a casa, aún cuando multiplicar los puertos no disminuya el mar.
Después vendrán los pintores, y está bien que así sea, a mostrar los paisajes, a remarcar los peligros y a recordar las derrotas, mientras almuerzan los peces que transportaron, en medio de las olas, los hombres y mujeres que remaron en su pequeña, endeble, imperfecta embarcación.
Con el optimismo de la voluntad abrazando siempre, siempre, siempre, como un gran salvavidas rojo, el pesimismo de la razón.