Literatura

Gracias para siempre Umberto Eco

20-02-2016 / Lecturas
Etiquetas: ,

El gran semiólogo, filósofo y escritor italiano falleció ayer a los 84 años. Autor de obras descomunales como «El nombre de la rosa», «El péndulo de Foucault» y «Baudolino», entregó su vida a las letras y al pensamiento. Compartimos, a manera de homenaje, los últimos párrafos de su primera novela.


Gracias para siempre Umberto Eco

Por | redaccion351@gmail.com

Lo que hoy se conoce como «medio digital» y le da de comer a demasiados teóricos de la nada, bien podría tomarse como extremo opuesto de todo lo que representan vidas como las de Umberto Eco.

Si un «medio digital» es una de las tantas expresiones tarambanas de la brevedad como valor, Eco, sus obras, siguen proponiendo la belleza del tiempo detenido, demorado, prolongado en cientos de páginas de escritura luminosa, de tramas abigarradas que piden relecturas inmediatas, regresos a capítulos anteriores, idas y vueltas por párrafos de construcción perfecta.

Entre el silencio latente de una jungla infinitamente ruidosa, bajo el imperio de la palabra precarizada al servicio de la información, la muerte del escritor italiano parece confirmar que algunas vidas consagradas al estudio del pensamiento, a la historia de las ideas y al culto de la belleza que toda palabra atesora, pueden trascender las formas, los criterios y los tironeos del apuro cada vez que alguien, en algún rincón del mundo, se adentra en sus novelas descomunales o en sus ensayos.

Umberto Eco tenía 84 años. Desde hace menos de 20, la erudición podría definirse como el acto de encontrar lo que sea en un buscador virtual. El triunfo de la brevedad como herramienta formidable para la inmensa capacidad de construcción y destrucción que se pueda desplegar. Parece increíble que no hayan pasado 20 años, menos de un cuarto de la vida de un hombre que, como muchos, leía libros para entender algo de este mundo y, como pocos, escribía para transformar su lenta erudición en belleza.

En su memoria, compartimos el último folio de «El nombre de la rosa», una alegoría, posible, tal vez insuperable, de sus búsquedas. Gracias para siempre.

 

«La abadía ardió durante tres días y tres noches, y de nada valieron los últimos esfuerzos. Ya en la mañana del séptimo día de nuestra estancia en aquel sitio, cuando los sobrevivientes se dieron cuenta de que no podrían salvar ningún edificio, cuando se derrumbaron las paredes externas de las construcciones más bellas, y la iglesia, como recogiéndose en sí misma, se tragó su torre, en aquel momento flaqueó en todo el mundo la voluntad de combatir contra el castigo divino. Se fueron espaciando las carreras en busca de los pocos cubos de agua que quedaban, mientras seguía ardiendo con ritmo sostenido la sala capitular junto con las soberbias habitaciones del Abad. Cuando el fuego llegó hasta el fondo de los diferentes talleres, ya hacía mucho que los sirvientes habían pasado tratando de salvar la mayor cantidad posibles de objetos de valor, y ahora batían la colina para recuperar al menos una parte de los animales, que en la confusión de la noche habían huido del recinto.

Vi que algunos sirvientes se aventuraban a entrar en lo que quedaba de la iglesia: supuse que intentaban penetrar en la cripta del tesoro para alzarse con algún objeto precioso antes de escapar. Ignoro si lo lograron, si la cripta no se había hundido, si los pillos no se hundieron en las entrañas de la tierra al tratar de llegar hasta ella.

Mientras tanto acudían hombres a la aldea, que habían subido a prestar ayuda, o bien para tratar de recoger también ellos algún botín. La mayor parte de los muertos quedaron entre las ruinas aún candentes. Al tercer día, curados los heridos, enterrados los cadáveres que habían quedado fuera de los edificios, los monjes y el resto de los pobladores de la abadía recogieron sus pertenencias y abandonaron la meseta, que aún humeaba, como un lugar maldito. No sé hacia dónde se dispersaron.

Guillermo y yo nos alejamos de aquel paraje en dos cabagaduras que encontramos perdidas por el bosque, y a las que a aquellas alturas consideramos res nullius. Nos dirigimos hacia oriente. Al entrar de nuevo en Bobbio, tuvimos malas noticias sobre el emperador. Una vez en Roma, donde el pueblo lo había coronado, y excluido ya cualquier acuerdo con Juan, había elegido un antipapa, Nicolás V. Marsilio era ahora vicario espiritual de Roma, pero por su culpa, o por su debilidad, sucedían en aquella ciudad cosas bastante tristes de contar. Se torturaba a sacerdotes fieles al papa que no querían decir misa, un prior de los agustinos había sido arrojado al foso de los leones en el Capitolio. Marsilio y Jean de Jandun habían declarado hereje a Juan, y Ludovico lo había hecho condenar a muerte. Pero el emperador gobernaba mal, se estaba granjeando la hostilidad de los señores locales, sustraía dinero del erario público. A medida que escuchábamos estas noticias, retrasábamos nuestro descenso hacia Roma, y comprendí que Guillermo no quería presenciar unos acontecimientos que echaban por tierra sus esperanzas.

Cuando llegamos a Pomposa, nos enteramos de que Roma se había rebelado contra Ludovico, quien había vuelto a subir hacia Pisa, mientras que la legación de Juan había hecho su entrada triunfal en Aviñón.

A todo esto Michele da Cesena había comprendido que su presencia en aquella ciudad era infructuosa, y temía incluso por su vida. De modo que había huido para ir a reunirse con Ludovico en Pisa. Pero el emperador no contaba ya con el apoyo de Castruccio, señor de Luca y Pistoia, que había muerto.

En pocas palabras: adelantándonos a los acontecimientos, y sabiendo que el Bávaro se dirigía hacia Munich, invertimos nuestro camino y decidimos llegar antes que él. Entre otras cosas, también porque Guillermo se daba cuenta de que Italia estaba dejando de ser un país seguro. Durante los meses y los años que siguieron, Ludovico vio deshacerse la alianza de los señores gibelinos, y al año siguiente el antipapa Nicolás se rendía a Juan presentándose ante él con una soga al cuello.

Cuando llegamos a Munich, tuve que separarme, no sin derramar abundantes lágrimas, de mi buen maestro. Su suerte era incierta, y mis padres prefirieron que regresara a Melk. Como por un acuerdo tácito, desde la trágica noche en que, ante las ruinas de la abadía, Guillermo me había revelado su desaliento, no habíamos vuelto a mencionar aquellos sucesos. Y tampoco aludimos a ellos durante nuestra dolorosa despedida.

Mi maestro me dio muchos consejos buenos para mis futuros estudios, y me regaló las lentes que le había fabricado Nicola, puesto que ya había recuperado las suyas. Aún era joven, me dijo, pero llegaría el día en que me serían útiles (y de hecho las tengo sobre mi nariz mientras escribo estas líneas). Después me estrechó entre sus brazos, con la ternura de un padre, y me dijo adiós.

No volví a verlo. Mucho más tarde supe que había muerto durante la gran peste que se abatió sobre Europa hacia mediados de este siglo. Ruego siempre que Dios haya acogido su alma y le haya perdonado los muchos actos de orgullo que su soberbia intelectual le hizo cometer.

Años después, hombre ya bastante maduro, tuve ocasión de realizar un viaje a Italia por orden de mi abad. No pude resistir la tentación y, al regresar, di un gran rodeo ve para volver a visitar lo que había quedado de la abadía. Las dos aldeas que había en las laderas de la montaña se habían despoblado; las tierras de los alrededores estaban sin cultivar. Subí hasta la meseta y un espectáculo de muerte y desolación se abrió ante mis ojos humedecidos por las lágrimas.

De las grandes y magnificas construcciones que adornaban aquel sitio, sólo habían quedado ruinas dispersas, corno antaño sucediera con los monumentos de los antiguos paganos en la ciudad de Roma. La hiedra había cubierto los jirones de paredes, las columnas, los raros arquitrabes que no se habían derrumbado. El terreno estaba totalmente invadido por las plantas silvestres y ni siquiera se adivinaba dónde habían estado el huerto y el jardín. Sólo el sitio del cementerio era reconocible por algunas tumbas que aún afloraban del suelo. Único signo de vida, grandes aves de presa atrapaban las lagartijas y serpientes que, como basiliscos, se escondían entre las piedras o se deslizaban por las paredes. Del portal de la iglesia habían quedado unos pocos vestigios roídos por el moho. Del tímpano sólo sobrevivía una mitad, y divisé aún, dilatado por la intemperie y lánguido por la veladura sucia de los líquenes, el ojo izquierdo del Cristo en el trono, y una parte del rostro del león.

Salvo por la pared oriental, derrumbada, el Edificio parecía mantenerse en pie y desafiar el paso del tiempo. Los dos torreones externos, que daban al precipicio, parecían casi intactos, pero por todas partes las ventanas eran órbitas vacías cuyas lágrimas viscosas eran pútridas plantas trepadoras. En el interior, la obra del arte, destruida, se confundía con la de la naturaleza, directamente a la vista desde la cocina, a través del cuerpo lacerado de los pisos superiores y del techo, desplomados como ángeles caídos. Después de tantas décadas, todo lo que no estaba verde de musgo seguía negro por el humo del incendio.

Hurgando entre los escombros, encontré aquí y allá jirones de pergamino, caídos del scriptorium v la biblioteca, que habían sobrevivido como tesoros sepultados en la tierra. Y empecé a recogerlos, como si tuviese que reconstruir los folios de un libro. Después descubrí que en uno de los torreones todavía quedaba una escalera de caracol, tambaleante y casi intacta, que conducía al scriptorium, y desde allí, trepando por una montaña de escombros, podía llegarse a la altura de la biblioteca… aunque ésta era sólo una especie de galería pegada a las paredes externas, que por todas partes desembocaba en el vacío.

Junto a un trozo de pared encontré un armario, por milagro aún en pie, y que, no sé cómo, había sobrevivido al fuego para pudrirse luego por la acción del agua y los insectos. En el interior, quedaban todavía algunos folios. Encontré otros jirones hurgando entre las ruinas de abajo. Pobre cosecha fue la mía, pero pasé todo un día recogiéndola, como si en aquellos disiecta membra de la biblioteca me estuviese esperando algún mensaje. Algunos jirones de pergamino estaban descoloridos, otros dejaban adivinar la sombra de una imagen, y cada tanto el fantasma de una o varias palabras. A veces encontré folios donde podían leerse oraciones enteras; con mayor frecuencia encuadernaciones aún intactas, protegidas por lo que habían sido tachones de metal… Larvas de libros, aparentemente todavía sanas por fuera pero devoradas por dentro; sin embargo, a veces se había salvado medio folio, podía adivinarse un incipit, un título…

Recogí todas las reliquias que pude encontrar, las metí en dos sacos de viaje, abandonando cosas que me eran útiles con tal de salvar aquel mísero tesoro.

Durante el viaje de regreso a Melk pasé muchísimas horas tratando de descifrar aquellos vestigios. A menudo una palabra o una imagen superviviente me permitieron reconocer la obra en cuestión. Cuando, con el tiempo, encontré otras copias de aquellos libros, los estudié con amor, como si el destino me hubiese dejado aquella herencia, como si el hecho de haber localizado la copia destruida hubiese sido un claro signo del cielo cuyo sentido era tolle et lege. Al final de mi paciente reconstrucción, llegué a componer una especie de biblioteca menor, signo de la mayor, que había desaparecido…, una biblioteca hecha de fragmentos, citas, períodos incompletos, muñones de libros.

Cuanto más releo esa lista, más me convenzo de que es producto del azar y no contiene mensaje alguno. Pero esas páginas incompletas me han acompañado durante toda la vida que desde entonces me ha sido dado vivir, las he consultado a menudo como un oráculo, y tengo casi la impresión de que lo que he escrito en estos folios, y que ahora tú, lector desconocido, leerás, no es más que un centón, un carmen figurado, un inmenso acróstico que no dice ni repite otra cosa que lo que aquellos fragmentos me han sugerido, como tampoco se si el que ha hablado hasta ahora he sido yo o, en cambio, han sido ellos los han hablado por mi boca. Pero en cualquier caso, cuanto más releo la historia que de ello ha resultado, menos sé si ésta contiene o no una trama distinguible de la mera sucesión natural de los acontecimientos y de los momentos que los relacionan entre sí. Y es duro para este viejo monje, ya en el umbral de la muerte, no saber si la letra que ha escrito contiene o no algún sentido oculto, ni si contiene más de uno, o muchos, o ninguno.

Pero quizás esta incapacidad para ver sea producto de la sombra que la gran tiniebla que se aproxima proyecta sobre este mundo ya viejo.

¿Est ubi gloria nunc Babylonia? ¿Dónde están las nieves de antaño? La tierra baila la danza de Macabré; a veces me parece que surcan el Danubio barcas cargadas de locos que se dirigen hacia un lugar sombrío.

Sólo me queda callar. O quam salubre, quam iucundum et suave est sedere in solitudine et tacere et loqui cum Deo! Dentro de poco me reuniré con mi principio, y ya no creo que éste sea el Dios de gloria del que me hablaron los abades de mi orden, ni el de júbilo, como creían los franciscanos de aquella época, y quizá ni siquiera sea el Dios de piedad, Gott ist ein lautes Nichts, ihn rührt kein Nun noch Hier… Me internaré de prisa en ese desierto vastísimo, perfectamente llano e inconmensurable, donde el corazón piadoso sucumbe colmado de beatitud. Me hundiré en la tiniebla divina, en un silencio mudo y en una unión inefable, y en ese hundimiento se perderá toda igualdad y toda desigualdad, y en ese abismo mi espíritu se perderá a sí mismo, y ya no conocerá lo igual ni lo desigual, ni ninguna otra cosa: y se olvidarán todas las diferencias, estaré en el fundamento simple, en el desierto silencioso donde nunca ha existido la diversidad, en la intimidad donde nadie se encuentra en su propio sitio. Caeré en la divinidad silenciosa y deshabitada donde no hay obra ni imagen.

Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus.»

Umberto Eco, «El nombre de la rosa», RBA Editores, 1993, páginas 467 a 471.