Por Luciano Debanne.
Ese modo de mirar todo inundado de cariño, esa marca de dolor y sangre y babas, esa indisciplina frente a este mundo horrendo, ese terror a la muerte, esa esperanza injustificada, esas fotos por doquier, ese abrazo en las noches largas, esa entrega inconmensurable.
Ese ir separándose de a poco, esos regalos hechos de porquerías recicladas, ese aprendizaje eterno, esa sorpresa, esa ternura. Esa entrañable ausencia. Esa búsqueda incesante.
Esa opción para siempre. Esa marca en el ventrículo izquierdo, y el derecho. Ese modo de usar las tetas y la panza y la espalda y las piernas y los brazos no tan cansados para alzarte, para abrazarte.
Esa deuda eterna, ese amor de tangos y boleros y poemas y pequeños gestos. Esos errores imperceptibles, irreparables, inevitables, perdonables.
Esa palabra hecha de balbuceos, y llantos, y pedidos de amparo frente a este mundo todo lleno de raspones y espinas y abandonos y desesperanzas. Ese llamado en medio de la noche, ese grito en la nada cuando estás solo, y perdido, y acosado por las pesadillas o la proximidad de la muerte.
Ese nombre hilvanado de recuerdos tan antiguos, tan antiguos, que hasta los dioses para nacer hombres eligieron tener mamá.
Notas relacionadas
Mirarse el ombligo, hoy
Esa condición inigualable de ser tierra y al mismo tiempo mano jardinera; cuidando lo que crece, y siendo, simiente, condición de posibilidad.
Un mundo incendiándose
No alcanzan nuestras manos. No alcanza nuestra buena voluntad. No alcanzan nuestros cuerpos sumados de uno en uno en medio del remolino ígneo de la desigualdad.
