
Por Luciano Debanne.
Un hombre cruza un río torrentoso.
Un hombre o un pueblo, que a veces son lo mismo, como aprendimos en el cuento de Moises.
Pero digamos que es un hombre el que cruza un río torrentoso, bueno, al menos intenta cruzarlo, y su primer paso en el agua quiere ser igual a su paso anterior, el que dio sobre tierra firme.
El río sopesa las intenciones del hombre que cruza el río, que quiere cruzarlo, el hombre sopesa la fuerza del río, el sentido de la corriente.
El segundo paso puede ser similar al primero, el tercero quizás también, pero si el hombre pretende caminar en medio del río torrentoso igual que lo hacía en tierra firme es probable que el río lo arrastre.
Con el agua a la cintura, y ni que hablar con el agua al cuello, todo el hombre se transforma. Debe hacerlo porque se le va la vida si no logra adaptar su marcha a la fuerza del río.
Quizás, por momentos, hasta convenga dejarse arrastrar por la corriente, quizás haya lugares donde sea imposible hacer pie.
¿De qué depende el éxito de ese hombre que cruza un río torrentoso? ¿De qué depende su supervivencia?
Yo creo que depende de no perder de vista nunca las dos orillas, aquella a la que se quiere llegar y aquella desde la que viene.
La una para orientar las fuerzas hacia ese futuro, la otra para no volver al punto de partida en medio de confusión.
De no perder de vista el lugar de donde venimos y el lugar adonde vamos, y, claro, de la capacidad, difícil, de acomodar el cuerpo ante las fuerzas cambiantes de la corriente sin perder el horizonte.
La otra es, como en el cuento de Moises y el Mar Rojo, tener la capacidad de dividir las aguas lo suficiente… Y pasar por el medio.
Puede pasar, pero es más difícil.