El Cronista de la Sed

Coca, Sprite y Agua en el Museo Dionisi

17-02-2019 / El Cronista de la Sed, Lecturas
Etiquetas:

Hay gente tan desubicada que asiste a las inauguraciones de las muestras en los museos con el propósito de ingerir bocaditos y beber gaseosas, como si el arte no fuera suficiente banquete. En fin, aquí los hechos.


Coca, Sprite y Agua en el Museo Dionisi

Por Fer Vélez.

Hace mucho no que no me pongo el traje de “cronista de la sed”. No puedo darme cuenta de los motivos, tal vez porque ando ocupado tratando de ganar el mango y entonces como estoy menos al pedo tengo menos vida social. Mejor dicho, sí tengo vida social, pero otra. Con otras gentes, me junto más con carpinteros y electricistas.

El asunto es que por las volteretas del devenir me llevaron a estar en una muestra con el amigo Martín Pinus. Como muchos saben, hace un tiempo hicimos un libro en conjunto con este señor. La idea fue de él, yo lo seguí. La cosa es que Martín me mandó la convocatoria abierta del Museo Palacio Dionisi para que la vea. La vi, charlamos y nos presentamos. Poco después quedamos seleccionados en un grupo de salas de la planta baja. También fueron seleccionados otros fotógrafos y colectivos de fotógrafos para otros grupos de salas. Hubo salas en las que no se hizo convocatoria y se adjudicaron directamente a fotógrafers determinados. Todo concluyó armoniosamente.

Personalmente, no tenía expectativas sobre nuestra muestra, más vale era, y sigo siendo, pesimista respecto de la presentación del proyecto en el conjunto de las tres salas que nos adjudicaron. Le comenté esto a Martín, un par de amigos y mi pareja. Martín me dijo: “Sos un culiado”. Le contesté que no podía mentirle y que necesitaba decírselo. También le dije que había algo que me parecía muy positivo de lo que había resultado la muestra y que iba a esperar los días a que eso se asentara para hacerle otro comentario. En definitiva, le dije, el resultado poco importa, los dos sabemos de qué se trata todo esto. “Sin dudas”, contestó.

Amanecí tranquilo, junte las cosas que tenía que llevar al museo y me fui a la ferretería Falucho que es propiedad de un amigo.

-¿Y? ¿Todo listo para el museo? -preguntó.
-Sí, todo bien eso. Ando nervioso con un techo que tengo que hacer el lunes. ¿Tenés varillas roscadas de esta medida?

Pablo agarró la mecha que le había entregado y la midió con un calibre.

-Sí tengo, ¿Cuántas querés?
-Dame tres, y cuarenta pares de tuercas y arandelas. También treinta y cuatro bulones de una pulgada y media con tuerca y tres pilas triple A para esta linternita del orto.

Conversamos un poquito más, hicimos chistes, pagué y me fui. Llegué al museo, saludé, recorrí las salas y vi que faltaba algo importante. Me quejé con quien correspondía y fui a colocar la linterna para que iluminara las páginas del libro que habíamos expuesto. Llegó Martín y vimos los últimos detalles. Creo que todos los otros fotógrafos ya estaban. Comenzó a llegar gente.

Uno de los motivos por los cuales me había interesado presentarme a la convocatoria del museo era su inauguración. Años antes había ido a dos inauguraciones, las dos veces un sábado al mediodía. Siempre consideré que eran lo más. No había con qué darle. Todavía recuerdo las fotos de un maestro fotógrafo Limeño mezclado con los exquisitos canapés, vino, campari y champagne. Recuerdo que viendo las fotografías de este fotógrafo, considerado “maestro de la luz”, le dije a otro conocido fotógrafo que veía las fotos al lado mío:

-¿Conocés Lima?
-No, nunca fui.
-Yo sí. Cualquiera es maestro de la luz en Lima.

El fotógrafo me miró con cara de orto por la supuesta ofensa al maestro peruano y se quedó mirando como pidiendo una explicación. Se la dí:

-En Lima el 80% del tiempo está nublado, a cualquier hora, todo el año.

El fotógrafo demoró en entender lo que le decía, finalmente sonrió, terminamos chocando nuestras copas y juntos nos fuimos a buscar más.

Ese era mi último recuerdo de inauguraciones en el Museo. Esperaba por lo menos eso. Incluso invité a mis amigos que nunca vienen. Vino sólo uno, Ricardo. Ahora le debo a este amigo por lo menos un locro, o un guiso, nada que tenga carne porque se hizo vegano.

Ahí estaba yo, ¡atento a los mozos y las bandejas! Pude ver cómo se agachaban acomodando gaseosas. Arrancan con gaseosas por el calor, pensé. Se llenó de gente y comencé a saludar, porque hay que aclarar que en mi caso particular hay quienes te quieren saludar y hay otros que te quieren evitar. Ese es el juego. Hay artistas que me miran y no saben si saludarme, hay otros que clavan la vista al infinito, pasan al lado mío y siento que tengo puesto el manto de invisibilidad de Harry Potter.

Martín es ajeno a todo esto, es como el aviador que llega a la isla de amazonas de La Mujer Maravilla. No lo juna ni Dios. Está feliz y radiante. No tiene amigos, casi. Creo que yo soy uno. Entonces le guiño un ojo y se ríe.

Nos quedamos en la puerta de la sala, mal llamada kiosko. La gente va y viene, tengo sed y hace calor. Supongo que ya está servido el vino, el campari, el champagne y la comida. Voy hasta el mostrador del ingreso. Dos personas del museo siguen sirviendo Coca, Sprite y agua. Pido agua. Viene mi hijo y me dice:

-Pa, ¿y los sanguches?
-¡Ya vienen Gon! ¡Ya vienen!

Aparece mi amigo que nunca viene, Ricardo.

-Me debés un asado -arranca.
-¡Sí puto! Otro más…

Llega más gente, el calor crece aunque el día es fresco. Aparecen artistas de renombre, directores de museo, galeristas, coleccionistas de alto perfil. Comienzan a transitar por nuestra sala y me escondo. Me mando para atrás de los fanales para que no me vean, trato de escuchar si dicen algo… No escucho nada. El coleccionista está de shopping, o eso parece. Lorenzo renguea entre las escaleras y los pasillos, alguien me comenta que ya no tiene el bastón, «mejor para mí», pienso. Dos de los fotógrafos de la tríada cordobesa se inmunizan con mi manto de invisibilidad. Debo confesar que aún teniendo el manto de Harry Potter es oportuno agacharse o cubrirse con un cuerpo más gordo. ¡Martín me llama!

-¡Nos saquemos una foto puto!

Entonces nos paramos frente a la tumba de su abuelo por pedido de la fotógrafa. Lo abrazo amaneradamente. Martín se ríe, la fotógrafa también. “No se vayan sin antes sacarse una foto con Naty” nos dice. A coro decimos: “¡Noooooooo!”

Viene Luis y me agarra del brazo: «Me voy, tengo hambre, la dejé sola a Ana que te manda saludos». Le mando saludos para Ana y lo invito a comer un choripán de Marchiaro a la salida. Se ríe. “Denserio puto, ¡el carrito del Dante es de Marchiaro!” Nos reímos, amaga que se va pero se queda porque quiere hablar con artistas relevantes.

Para mi sorpresa, lo veo a mi hermano a través de los biseles de los vidrios de la puerta de la sala. Se llama Marcelo, es mi hermano mayor y se vino desde China (Shangai) para ver la muestra. Creo que me cela. Nos ha costado toda la vida la relación entre ambos, no sabemos cuál de los dos está más loco.

Marcelo habla con Martín de la muestra. No he conocido lucidez como la suya. Es como un Van Gogh de la palabra. Te miente, te dice la verdad, te atormenta, te suelta y al final no sabe lo que dijo y se arrepiente, o se enoja y se va.

-Me gusta cómo escribís -le dice a Martín-. Cuando escribís es fácil, como ir al almacén y pedir pan y mortadela y el almacenero te lo da y te vas y te comés el sanguche.

Hizo una pausa y me miró.

-¡Ah! ¡Están buenas las fotos!
-¡Martín! ¡Vengan con Fer para hacerse una foto con Naty! -dice José.

Nos paramos nuevamente en la cabecera de Don Abraham. Nos abrazamos los tres. Pienso en mi amigo Ricardo y retumban en mis oídos los cantos del cuento del negro Álvarez: «¡Don Abraham! ¡Ch Ch Ch! ¡Don Abraham! ¡Ch Ch Ch!»

Estamos contentos con Martín. Creo que Natalia también. Estando en esa situación, abrazados, le digo:

-Naty, me estoy cagando de hambre. ¿Qué pasó con los bocaditos, el champú, el vino, el campari, los sanguchitos?
-¡Fer! Yo no estoy de acuerdo con la comida en las inauguraciones. ¡Fijate cómo la gente visita las muestras!
-Tenés razón Naty.