
Por Luciano Debanne.
Hay, entre muchos, cierta preferencia por el Coyote, por sobre el Correcaminos. No es mi caso y tengo una teoría al respecto.
Me parece que el Coyote caza y el Correcaminos anda despreocupadamente, siempre riendo, confiado de la vida y sus capacidades. No sabe lo que es fallar, no le pasó nunca.
Las leyes de la física, la realidad misma, no le afectan en su carrera desenfrenada. No hay muros ni trampas. En cambio el Coyote es puro mundo, tiene la gravedad en contra y las costillas salidas. Sale herido. Es mundano frente a una presa mágica.
Por alguna razón, a un puñado de nosotros nos enseñaron que hay poesía en eso de ser derrotados. Por alguna razón la derrota, la estupidez y la empecinada obsesión por aquello que nos es, de plano, inalcanzable, se celebran más que la buenaventura de no dejarse cazar a pesar de ACME y toda su ciencia.
El Coyote siempre tiene hambre. Pero dado que puede adquirir muchas cosas, uno podría pensar que en realidad tiene hambre de Correcaminos, no hambre nomás.
El Coyote es viejo y taimado, adulto. Representa lo que somos; el Correcaminos representa la despreocupada inocencia, la magia que existe en algún momento de nuestra vida.
Creemos que hay algún tipo de rebeldía en leer ese poema a contrapelo y negarlo, a pesar de que se trata de una advertencia.
Al final, nos ponemos del lado de aquello en lo que nos convirtieron, sólo para hacernos los diferentes.