
Por Luciano Debanne.
Aquel año llovió tanto que hasta las semillas más secas germinaron.
Las de las buenas plantas y las de las malezas, aunque esa distinción es cosa de los hombres y no de dios. De los hombres que gustan de dividir en buenos y malos, de creer que su pequeña porción de tiempo es equiparable a la eternidad.
La cosa es que se llovió la vida «y la muerte también, porque vienen juntas», dijo esa vieja mientras mirábamos como caía el agua ordenadamente siguiendo las canaletas de las chapas que nos refugiaban por un rato, siempre por un rato.
Afuera, unos corrían, unos se tapaban con la mano, unos se cubrían la cabeza con la camperita, mientras se les mojaba el lomo que les quedaba al descubierto. Todos gestos fútiles en medio del aguacero, como quien pone la mano frente a un camión que se le viene de frente.
Aquel año el cielo llovió como un llanto profundo, se lloró un río.
Así como canta Ella Fitzgerald «You cried the long night through. Well, you can cry me a river, I cried a river over you». O Justin Timberlake, «The bridges were burned, now it’s your turn, to cry. Cry me a river.» O como el video ese de Rosalía de la canción «Bagdad» que empieza con una musiquita igual pero las lágrimas llueven para apagar el fuego: «Y se va a quemar, si sigue ahí, las llamas van al cielo a morir.»
Aquel año llovió tanto que siguió lloviendo mucho tiempo más.
Se quedó la lluvia prendida como moho en la memoria de las cosas y de las causas, y en lo profundo del suelo, y en los aguadales subterráneos que circulan sin cauce, ni rastro, ni orilla, puro barro, hasta surgir como vertiente de agua clara.
Llovió hondo aquel año, aunque todos sólo mirábamos el cielo y las casas inundadas de aquella humedad.