Por Pablo Arietti | redaccion351@gmail.com
Rosario insufrible de frases que sobrevuelan la memoria de casi todo ser devoto del thrash:
1- ¿Pero cómo te gusta eso? ¡Es puro ruido!
2- ¿No está muy fuerte?
3- Sí sí, puede ser que sean buenos músicos. Pero no, gracias.
4- Poné más despacio por favor.
5- ¡Poné más despacio enfermo!
6- ¡PONÉ MÁS DESPACIOOOOOOOO!
Respuesta invencible, tatuada en el alma, a todas las frases:
«Vos te lo perdés.»
Hubo que atravesar la adolescencia. Los gustos, en la adolescencia, pueden tolerar cualquier clase de bestialidades. Alguna perseverancia en las búsquedas camina por la cinta clasificadora de predilecciones que el tiempo hace girar, inevitablemente. Viajes, libros, amores, deportes, trabajos, amistades, militancias, películas, desencuentros… Todo va modificando las músicas. Algunas, apenas sedientas de revancha, con los raspones cicatrizados, trepan el barranco de los años tomándose de las ramitas de alguna fiesta aniversario o inmundicia parecida, y sacan turno para avergonzar y luego generar sonrisas autocomplacientes.
Pero otras músicas… Otras músicas se encadenan al sistema nervioso para todo el viaje. Aprendieron a embalarse en las mudanzas, a hacerse un lugarcito en los reproductores de mp3, incluso a entablar convivencias inesperadas con músicas nuevas que, de remotas, sólo la apariencia sonora.
Esas músicas no vuelven porque nunca se fueron. Cuando después de tantos inviernos se anuncian en vivo quienes las desataron, esas músicas dignifican el paso de las estaciones. Resuenan los discos y cada desfiladero de guitarras, con sus tormentas de doble bombo, luce su energía inalterada. Hubo que atravesar la adolescencia para decidir que Megadeth se quedaba a vivir para siempre. Hubo que atravesar el invierno de 2012 para ver a Megadeth en Córdoba.
Megadeth en Córdoba. Dave Mustaine, 51 años recién cumplidos, a metros de miles de casas donde viven discos nacidos de su frondosidad pelirroja.
Un vapor de pogos cubre las gradas del Orfeo. Termina de sonar Malón, banda que sabe bastante de thrash metal. Va por el Doctorado Honoris Causa. Hay remeras verdes, anaranjadas y fucsias. En serio. En una ribera alta del mar negro, se ve algo verde, algo anaranjado a pocos metros, y un fucsia opaco, pero fucsia. A dos filas, una camisa blanca con rayitas azules. Aplauso para el señor de camisa blanca con rayitas azules que acompañó a sus dos hijos adolescentes, con remeras amarillas… Mentira, negrísimas.
Línea de 3 micrófonos casi al borde del escenario. Suena prueba final de batería. Mamita. Suena prueba final de bajo. Abuelita. Suena prueba final de guitarra. Nonita que en paz descanses. Listas de temas pegadas al piso, fans de todas las edades pegados a la baranda. Algunos, muy simpáticos, giran y cantan a los plateístas: «Los de arriba son, todos puros. Los de arriba son, todos puros.» Puros o algo así. La pantalla central muestra a los Megadeth en un camerino, a punto de salir a la acción. Mustaine de camisa blanca y muñequeras al tono. Griterío incandescente que funde a negro. Junto a dos pantallas laterales al trono de la batería, la pantalla central arroja imágenes de interferencia, de circuitos electrificados al borde de la explosión. Se viene Megadeth.
Aparece Shawn Drover redoblando la intro de la noche, luego David Ellefson (bajo histórico); luego Chris Broderick. Por fin el viejo Dave, montado en el riff de «Trust». Las pantallas bombardean imágenes. El estribillo se come miles de gargantas. De «Rust in Peace», «Hangar 18»: primer sueño cumplido para varios. «She Wolf», con coro masivo a los arreglos de guitarra del final, da paso a los primeros arpegios de «A Tout Le Monde». Para decirlo fácil: todo es una tremenda locura. Siguen «Whose life (is this anyway?)» y «Public Enemy» de «TH1RT3EN», último disco editado hace pocos meses. Gran actuación del chimpancé en el clip que acompaña uno de los nuevos clásicos de Megadeth.
Silogismo atormentado: desde pantallas HD, las imágenes realzan cualquier recital. Megadeth tiene pantallas HD en su recital. Luego, las imágenes llevan al recital de Megadeth al centro de la tierra, donde Mustaine empuja los engranajes a fuerza de riffs que no puede tocar con esa displicencia, aunque pueda, casi como diciendo «mirá cómo puedo, tirame un helado de tres bochas y me lo tomo mientras toco y no me mancho la camisa blanca.»
Así termina el primer tiempo. El intermezzo dura lo que tarda un cambio de guitarra y el primer saludo al público, iluminado por los reflectores y sacudido por el anuncio más esperado de la noche, el que abre la celebración de los veinte años de «Countdown to Extinction». Suenan, ordenadas como en el disco, las once obras maestras. Más allá del viejo y querido «¡Megadeth! ¡Megadeth! ¡Aguante Megadeth!» que acompaña a «Symphony of Destruction»; más allá de «Sweating Bullets» y de «Psychotron» (bueno, más allá de, lo dicho, todas las obras maestras del disco), las dos últimas, «Captive Honour» y «Ashes in your mouth», llevan el nivel de interpretación de las guitarras al punto culminante de la noche.
Comienzo del alargue, con Mustaine visiblemente contento ante el hervidero de cánticos en su honor, cumpla feliz incluido. Con lo que queda de cuello después de continuos revoleos, suena «Peace sells». En medio de la vorágine, dos círculos enormes se entrelazan en la pista y arden en pogos que, desde arriba, generan una mezcla de envidia y nostalgia incalculables…
En el final, celebrando el comentario sobre el descubrimiento de una nueva razón para seguir viniendo a la Argentina, y para irnos a descansar en paz, suena «Holy Wars».
Púas, baquetas y muñequeras a la muchachada. Aplauso recíproco.
Fin. Regreso a casa con el cuerpo listo para meter los dedos en un enchufe y darle luz a todo el barrio.