Violencia es mentir

«Todos eran mis hijos» en Córdoba

29-04-2011 / Crónicas
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Una mirada sobre la obra de Arthur Miller protagonizada Lito Cruz y Ana María Picchio, bajo la dirección de Claudio Tolcachir.


«Todos eran mis hijos» en Córdoba

Por | redaccion351@gmail.com

Una frase transitada sobrevuela los hechos en “Todos eran mis hijos”, pieza de Arthur Miller que nos visitado recientemente con funciones a sala llena en el Teatro Real, desde una versión admirable: “La primera víctima de la guerra es la verdad”. Más cerca, Solari, pensando más o menos lo mismo, canta “violencia es mentir”.

Antes de editarse en manuales, la historia se encarga de maquillar las grietas de quienes han vencido. Pero bajo el manto de “lo verídico” implosionan pequeñas tragedias. Tal vez no se haya hecho otra cosa en todos estos siglos. En cualquier contexto, la humanidad parece avanzar impulsada por incontables estallidos de entrecasa.

Un elenco excelente, encabezado por Lito Cruz y Ana María Picchio, bajo la dirección de Claudio Tolcachir, retoma un texto notable de uno de los dramaturgos claves del siglo XX, de enorme influencia en el teatro argentino. “Todos eran mis hijos”, estrenada en 1947, luego de la segunda guerra mundial, sitúa la historia en el espacio microscópico de una familia como contracara del gran relato que impondría al american way of life en los años cincuenta.

Las grandes historias suelen tener una doble marca en el tiempo. La primera, a modo de imagen crítica de las tramas en que ha nacido. La segunda, a modo de continuidad, de vigencia, por tratar temas centrales del alma humana, cuyas fragilidades esenciales son siempre las mismas.

A lo largo de países y décadas, los públicos de Miller no han dejado de reproducir connotaciones a partir de sus diálogos. Una interpretación posible de «Todos eran mis hijos» puede bucear en las miradas sobre una sociedad cuyo desarrollo exponencial se nutre de unas pocas verdades estratégicas y de multitudinarias mentiras tácticas.

No podemos asegurar que se trate de una obviedad. Con la anuencia piadosa de tantos filósofos, sostengamos que la primera verdad es la vida. Cualquier falsedad es posterior a esta formulación liminar. No mienten los perros ni los eucaliptus. Mentimos los humanos. La mentira no sólo es ocultamiento verbal o silente de una verdad inconveniente: es distracción de una injusticia.

Los últimos dos o tres mil años parecen conducirnos amablemente a pensar que no se puede decir siempre la verdad. Las últimas décadas parecen haber perdido toda elegancia y nos han empujado violentamente a pensar que casi nunca se puede decir la verdad. La verdad explicitada como único motor de la acción es un horizonte que sigue alejándose. Mientras tanto, casi todo se ha venido alimentando de ingenuas falsedades y simulaciones gigantescas.

En “La Virgen de los sicarios”, el escritor le dice a su joven amante: “¡No se puede hacer todo lo que uno piensa! ¡La diferencia entre lo que uno piensa y hace es esto que llamamos civilización!”. La segunda frase es casi un énfasis de la primera. No sólo en la guerra, en la vida misma parece triunfar siempre la mentira. Y es que está tan bien diseñada, tan arquitectónicamente bien construida que parece no haber quedado más opción, incluso para grandes sectores de la sociedad mundial, que tomarla como verdad indubitable. «Mentime que me gusta» es también «mentime que no me banco la verdad».

Para un imperio consolidado tras su victoria en una guerra mundial, todo ha sido una magnífica verdad. Millones de familias americanas se habrán podido jactar: “Hemos hecho un sacrificio descomunal. Nuestros hijos han dado la vida por esta nación que vivirá sus mejores años de aquí en más. No hay verdad más clara que nuestro destino de mostrarle al mundo la gloria de vivir en libertad. Hemos luchado por esto. Hemos dado lo mejor de nosotros. ¡Nuestros propios hijos! No hay otra historia. El resto es pura infamia, la más deleznable de las mentiras, producto de cobardes que jamás derramarían una gota de sangre por nada ni nadie, que sólo pueden degradar el verdadero orgullo de nuestra nación”. Todo eso y más también. Nadie podría concebir propósitos de otra índole.

Hay una escena genial en una película más bien insoportable. Harto de renegar con inútiles, Eduardo I asume la conducción de la batalla que inicia la caída de William Wallace. En medio del fragor, el rey ordena la intervención de los arqueros, acción igualmente mortal para el enemigo y para sus propias tropas. “Pero su majestad, vamos a matar a nuestros hombres”, objeta un general. “Sí -sostiene impasible Eduardo-, pero también a los otros”. 

La locura de la guerra es la fiesta de la muerte indiscriminada. En el drama de Miller, Joe Keller (Lito Cruz) es un padre de familia, célula de la gran nación. Su empresa provee piezas para la fabricación de aviones de guerra. Una partida ha fallado. Fue altísimo el riesgo de muerte para los pilotos americanos, pero no hubo tiempo de volver atrás. Retroceder es perder tiempo, o sea dinero, y Joe no pudo ni podrá perder dinero. La prosperidad de la empresa será su legado. Además, la maquinaria de la muerte nunca puede esperar. Por cierto, hay dos hijos: Chris (impecable Esteban Meloni), que ha regresado, y Larry, piloto, aún desaparecido. Su madre (Ana María Picchio) lo espera. Tiene que volver. Después de tres años, Anne, hija del socio de Joe y novia de Larry, ha llegado a la casa de los Keller para contraer matrimonio con Chris y comenzar una nueva vida. Pero también llegará su hermano George (Federico D’Elía), afectado por la condena que su padre cumple como responsable de las piezas falladas. Todo transcurre en el jardín. Hay flores, sillones, canto de pájaros, vecinos que intentan olvidar, todo es paz y felicidad. Pero el árbol plantado desde la desaparición de Larry se ha quebrado por un viento que no se detendrá.

Contra la verdad oficial, contra la historia escrita por los que ganan, el gran Arthur Miller, valiente corazón americano, asqueado de la mentira, espantado por los desfiles de las tropas victoriosas, cuenta la otra historia, para los que quieran ver y oír. La historia de una verdad cuyo ocultamiento y revelación, en el contexto ejemplar de un matrimonio “como dios manda”, expone y desintegra los mecanismos que comienzan a delinear el rostro del imperio. Está claro que no le alcanzó para desbaratarlo. Después de Irak y de Bin Laden, y antes de vaya a saber qué nuevas simulaciones, está aún más claro que lo sigue describiendo a la perfección. De ahí su vigencia.