Apuntes de la buena memoria

Los Redondos en Córdoba

4-08-2011 / Crónicas
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Cada 4 de agosto llega el recuerdo del último concierto y sus circunstancias. Pocos meses antes del desastre, fuimos felices con una banda y sus canciones que siguen sonando, a prueba de todo.


Los Redondos en Córdoba

Por | redaccion351@gmail.com

Foto: Captura web

La última locura total. Todos locos. Todos. Después de años de viajar y viajar, los Redondos en Córdoba, a un bondi urbano de distancia.

Hay situaciones colectivas que quedan tatuadas en la memoria, adornadas por el recuerdo personal de vivencias colindantes, arreciadas de pronto por la magnitud del fenómeno, a veces inesperado; otras, largamente soñado.

Es inevitable fijar qué estábamos haciendo cuando pasó algo trascendente. Según las generaciones, alguien recuerda en qué lugar y con quién miró la transmisión del hombre llegando a la luna; qué hizo horas antes y después del 24 de marzo del ’76; sus vivencias en torno a Malvinas, o en Malvinas; el 3 a 2 a Alemania; las Torres Gemelas; el día en que un presidente impresentable huyó en helicóptero sobrevolando muertes hacia el peor sitio que la historia de la democracia argentina le pueda designar. Y así. Todos, a favor o en contra de nuestras voluntades, vamos coleccionando alegrías y amarguras más o menos ecuménicas, hechos que llegan como un viento del cual no tendremos reparo, como páginas de un libro para colorear del que no nos podremos excusar.

Algunos de esos dibujos, pasados los años, nos interpelarán. Cómo pudimos haberlos pintado con tanto descuido. Ni la mínima voluntad para sacar punta a los lápices. ¿Y estos otros? Con cuánto esmero los hemos coloreado, con crayones que han traspasado y manchado los dibujos siguientes, para siempre.

No hay carrera de memoriología que nos enseñe a clasificar recuerdos en orden de importancia. Hay personas o lugares o músicas que nos hacen recordar otras personas, otros lugares, otras músicas. A menudo, el mecanismo es desopilante. Cada vez que Fulano va a la verdulería, el zapallo le recuerda un locro que le salió riquísimo pero le cayó mal a la abuela, que terminó internada; Mengano ve un gato negro y se acuerda de Pirulo, su gato negro de la infancia que apareció un día con una rata entre los dientes, para espanto de la hermanita, que desde ese día no puede ver gatos; Zutano ve a Rolo Puente en Volver y se acuerda de su amigo, hincha también de Ferrocarril Oeste.

Otros caprichos no dejan de mutar. Se agrandan en el recuerdo como páginas del mismo libro convertidas en láminas desplegables.

Para unos cuantos miles, el recital de los Redondos en el Chateau, el 4 de agosto de 2001 es un póster desplegable en el libro invisible de la buena memoria.

Cada 4 de agosto muchos corazones volvemos a desplegar imágenes, cada vez más huidizas, para encontrarnos con nuestras vivencias, antes, durante y después del recital.

Si pudiste presenciar esa locura, sabrás contar las ganas de volver a pintar. Acá mi intento, con permiso del perdón. 

La noche anterior fuimos al Abasto, una especie de barrio tomado por tribus de todo el país. No podemos estimar el volumen de alcohol ingerido. Fue más o menos el suficiente para confundir los colores de los lápices y poner en riesgo todos los dibujos.

Habremos dormido un par de horas. Había que levantarse para hacer el asado. Día de sol pleno. Creo que hacía calor porque comimos en el patio de la casa de Ricardo, todos en cuero (no me pida que escriba “con el torso desnudo”, por favor). Bermudas y anteojos de sol. Sólo las medias que no teníamos puestas, es decir, las que estaban en el cajón de las medias, podrían haberse jactado de estar al derecho.

Ya había que salir para el Chateau y el vacío no se hacía. Chichi (“el” Chichi), no tan fanático de los Redondos como de Almafuerte, pero contagiado por la ansiedad de la manga de atorrantes que tenía por amigos, demoraba el vacío. “¡Dale Chichi!” “¡Esperen, son las 3 la tarde! ¿Para qué vamos a ir tan temprano? Van a ver lo que es este vacío.”

Es posible que la emoción ante la inminencia de un evento irrepetible nos haya empujado a saturar de colores las vivencias colindates, pero ese vacío quedó en el recuerdo como el mejor de todos los vacíos pretéritos y por venir. Cada vez que en un asado aparece un vacío respetable, irrumpe el mecanismo desopilante: está bueno este vacío, pero no está como el del Chichi el día del recital de los Redondos. El del Chichi se cortaba con el tenedor.

Nadie se avivó de decirle al Chichi que la cana no dejaría pasar cintos. Después de asar el mejor vacío de la historia de la humanidad, no tuvo mejor idea que ponerse el cinto con tachas para ir al recital. Todos tenemos una remera o campera “recitalera”. Chichi tenía, además, su cinto recitalero. “Ya está Chichi… es un cinto”, lo consolábamos, mintiéndonos a nosotros mismos, casi más amargados.

La estatura es casi siempre un problema. No entrás en los autos, no conseguís ropa ni calzado, el asiento de adelante de un ómnibus o de un avión es “el enemigo”. De todas las ventajas, la mejor permite ver bien en los recitales o encontrar rápido a alguien entre la multitud, sobre todo si el buscado es igualmente alto, por ejemplo, un hermano que entró antes y también te está buscando. “¡Allá está! ¡Vamos!”. Ubicación inmejorable. A diez metros del escenario, bien en el centro. Un infierno. Olor a recital. Imagen escalofriante de la platea desbordada de banderas, bengalas, muchísimas bengalas, aún inofensivas bengalas. Alguien sabrá encontrar, en otro texto, las palabras para honrar esa imagen de la platea, desde el campo. Con unos cuantos recitales de los Redondos en la vida, muchos podrán coincidir en que no existió recital anterior o posterior que supere esa imagen del campo y la platea del Chateau, a las siete de la tarde del 4 de agosto de 2001.

Los puntos suspensivos están casi prohibidos para un cronista. Hay palabras para todo. El mismo apocalipsis, si nos da tiempo, podrá ser redactado de antemano: “Se viene el apocalipsis”. Toda expresión vecina al silencio de los pinos será una invitación a pintar, con apuro, la última página.

Cualquier emoción, en nuestro idioma tan florido, tiene su vocablo en que confluyen precisión y poesía. Quedarse sin palabras no encontrará justificación posible si es que aquello que se pretenda contar viene sumando leyendas y nostalgias cada vez más abrazadas, año a año. 

Ese 4 de agosto de 2001 en el Chateau, a eso de las nueve de la noche, cuando se apagaron las luces…