El cronista de la sed

Uspallata 1629

29-05-2016 / El Cronista de la Sed, Lecturas
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Un barrio, una cárcel, una casa chorizo, un viejo, una junta de pibes, un polvorín, una anciana borracha, un par de cigarrillos y el universo.


Uspallata 1629

Por Fer Vélez.

Hace veinte años, Silvano ya se dedicaba a lo que se dedica; había cobrado una herencia y comprado una casa antigua en barrio San Martín. La casa tenía un frente severo, con unas pocas molduras rectas que hacían del conjunto una fachada armoniosa. Por la puerta del frente se ingresaba a un zaguán largo y alto que concluía en una puerta vidriada de dos hojas. Tras la puerta, se descubría el aljibe envuelto en una Santa Rita siempre florecida y la construcción en chorizo con todos los cuartos abiertos a una angosta galería. Más que la casa, fue la Santa Rita florecida la que actuó como un poderoso encantamiento que impidió que Silvano y su esposa prestaran atención al entorno del barrio, y mucho menos a las particularidades de sus vecinos.

La casa estaba ubicada a una cuadra y media del Penal de Barrio San Martín, una cárcel que albergaba prisioneros con condena firme en la mayoría de los casos. No faltaban quienes se habían mudado a los alrededores para estar cerca de sus familiares presos. En la casa contigua a la que alquiló Silvano habitaba una familia que vivía de los producidos de una despensa y de la distribución de fuegos artificiales; allí se juntaban todos los pibes de la zona a tomar cerveza, conversar, fumar mariguana y hacer pequeños negocios de drogas y cosas robadas. Ya instalado, Silvano se dio cuenta de la junta que se armaba todas las noches en el frente de su casa; desfilaban los porrones de mano en mano, hora tras hora, y Silvano y su esposa debían pedir permiso para ingresar a la casa porque usaban el umbral de la única puerta como mesa y asiento. De mala gana los pibes movían el culo para dejarlos pasar.

Un atardecer llegó a su casa y antes de entrar fue al kiosko de al lado, compró seis cervezas, pidió unos vasos, salió y se sentó con los pibes a chupar y charlar. Desde ese día no tuvo que pedir permiso para entrar a su hogar, como así tampoco su esposa, familiares y amigos.

Pronto la preocupación de Silvano pasó a ser otra; se enteró que toda la pirotecnia del vecino, en realidad una especie de polvorín sin seguridad ni control, estaba asentada contra la pared de su dormitorio. Su esposa no dormía por las noches y lloraba nerviosa imaginando una explosión repentina, lo cual era bastante probable. De buen modo, Silvano le pidió al dueño del depósito que corriera los explosivos de esa pared. Luego de unos meses y reformas, el dueño del local lo hizo.

Un domingo de verano, por la mañana, se despertó con sordos golpes de la puerta que retumbaban en el zaguán. “¡No vayas!”, le dijo su esposa; Silvano la miró todavía dormido, se levantó, se calzó unas ojotas, un short y con el torso desnudo se dirigió a ver quién tocaba la puerta. Al abrir, se encontró con la bruja Herminia, la anciana borracha del barrio, que todos temían y trataban con recelo.

-Hola Herminia, ¿Qué querés?

Herminia demoraba en contestar y se balanceaba de un lado al otro a punto de caer. Silvano tuvo que tomarla de los brazos para que no se fuera al piso. En medio de esa especie de baile atontado, la mujer le dijo:

-¿Tené cigarrío? Dame un cigarrío…

-Esperame acá –le dijo Silvano–, ya te traigo.

Al volver con los cigarrillos, Silvano halló a la mujer intentando mear dentro del zaguán.

-No! –gritó– ¡No podés mear ahí!

La mujer, en cuclillas y enredada en su especie de vestido, lo miró sin entender. Silvano la levantó del brazo y los dos salieron tambaleantes hasta la vereda; allí le entregó los cigarrillos y cuando se daba la vuelta para entrar, la vieja le pidió que la acompañara hasta su casa, que quedaba en la otra cuadra, cruzando la calle. Resignado, la tomó del codo sin decir una palabra y comenzaron a caminar. A medida que avanzaban, Silvano sentía en la nuca la mirada de los vecinos, quietos y mudos en la calurosa mañana.

La casa de Herminia era en realidad una tapera: los techos caídos, las aberturas podridas y desvencijadas, los perros desnutridos y enfermos durmiendo a la sombra de un paraíso. Hoy de todo eso sólo queda una planta de palán palán.

-Vení, llevame hasta la cama –le dijo débilmente la mujer.

Silvano sintió otra vez que su cuerpo se crispaba y estremecía de aprensión. “Es una trampa –pensó–. Me tengo que ir”.

-No Herminia, hasta acá está bien –le dijo con nerviosa amabilidad.

Entonces Silvano fue testigo de la transformación. De golpe, la anciana borracha y tambaleante se convirtió en una mujer con una fuerza descomunal; pudo ver cómo su piel cambiaba de un color gris ajado a un tono moreno cobrizo, la carne parecía ahora llena de vida, el cabello desordenado, largo y entrecano, se desparramaba en una melena movediza. La mujer lo tomó en sus brazos y lo empujó hacia el interior de la tapera.

-¡Vení papito! ¡Metemela toda! ¡Te chupo los huevos! Ajajajajajaja

Silvano comenzó a forcejear con la mujer, que intentó arrancarle los pantalones; en un arrebato de furor él se agarró del marco de la puerta podrida y con todas sus fuerzas le puso un pie en el pecho y la empujó hacia adentro; la vieja rodó por el piso golpeando con las sillas y una mesa. Alcanzó a oír un quejido o un suspiro, cerró la puerta y cruzó corriendo la calle; en la otra vereda estaba el carnicero observando la escena:

-La conociste a la bruja –le dijo, mientras le daba una palmada en la espalda, y agregó– Bienvenido al barrio.

Todavía asustado, Silvano regresó a su casa. Al llegar, la esposa le preguntó:

-¿Quién era?

-La Herminia –contestó.

-¿Qué quería?

-Nada… Cigarrillos. Quería fumar.