Por Garba.
Estoy esperando un colectivo que me lleva hasta Paravachasca, sentada sobre mi cajoncito peruano.
Alguien pasa manejando, me mira y se sonríe.
He de parecerle graciosa, sentada entre bártulos en la vereda.
Noto que estoy con los pies torcidos hacia adentro.
Enseguida viene a mí el recuerdo de haber estado en la misma posición, en una fiesta por la noche en un bodegón salsero de San Telmo.
Llevaba entonces un pareo como pollera, los años jóvenes y observaba cómo bailaban los demás.
Y allí, un hombre europeo que se queda mirándome, me dice que le recuerdo a las matronas guanches de la Gran Canaria, porque así se sentaban a limpiar mariscos, con el sol dándoles de frente.
Que los recuerdos, como el amor, son tanto fugaces como fijos.
Poseen esta doble cualidad que lejos de contrariarlos, los sostienen, porque una vez hecha la asociación ya nunca se pierden.
La misma chuequera de niña distraída me trae hoy a la que fui, preocupada por sentir cada segundo como una aventura de caramelo, días antes de irme a vivir a Cafayate, en la noche de despedida, con el oro en los pies y en el camino.
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