
Por Garba.
Tuve una hija a la que le gustaba jugar con muñecas.
Las vestía de rojo y les hacía camitas que acomodábamos equidistantes en el pasillo que daba al baño.
Pero la calle le daba miedo, la hacía quedar paralizada. Entonces, saqué del barrio las veredas y así tuvo una infancia feliz.
Al crecer le dieron miedo los árboles porque una vez vimos cómo la rama gigante de un eucalipto se desplomaba sobre el río.
Entonces talé y serruché a toda planta que tuviera raíz y por las dudas sequé el río con un papel absorbente, tan absorbente como un marido esponja, como un colchón de gomaespuma donde duermen los perros.
Era invierno, anunciaban en la radio que por el tamaño de las nubes del cielo, por el frío sostenido por su peso y sus panzas (las de las nubes) en uno o dos días nevaría.
¿Cómo fue esto posible? ¡Si cuando a mi hija le dieron miedo las tormentas evaporé la humedad, el mar y las emociones!
Y sin embargo, si en el dial pronosticaban el desenlace de los copos mágicos, ¿habría sido acaso porque alguien en algún otro lado del mundo había vuelto a llorar tanto tanto tantísimo como para provocar aquel acontecimiento? Que, debo confesar, a mi hija la tuvo en vilo, le resultó una novedad, algo cercano a la alegría de los cumpleaños, porque para eliminar sus miedos, hube que destruir casi todo a su alrededor, pero olvidé desactivar el corazón de las muñecas.