
Por Garba.
Le sonrío a una señora mayor en la calle, porque sí.
Se le ilumina la cara y me la devuelve, generosa, sin dientes.
Lleva puesta una campera que pide pan, techo y trabajo y está ordenando bandejas de fruta en la vereda, ya de noche, para venderlas.
Hablamos del frío y me ofrece un crioio y que si quiero mate tiene calentito.
Dejo las mil cosas que llevo encima y le acepto el mate y le convido castañas de cajú que come «la primera vez» que las ve.
Me pregunta si soy famosa, y yo me río.
Ella también se ríe.
Nos reímos.
Le digo que a veces salgo en los diarios, pero por suerte nunca en policiales.
Más nos reímos.
Me desea buena suerte, que dios me bendiga y cuando me lo dice así, con ese cariño, me convence un poco de que debe de existir un dios, porque si ella cree, en medio de la pobreza y el invierno, quién soy yo para no hacerlo.
Pocas cuadras más adelante me cruzo con un montón de gente esperando en una puerta al lado de un estacionamiento.
Permiso, permiso, la calle es angosta.
Veo salir a una compañera travesti (que es tan diosa) con porciones de comida para repartirle a quienes esperaban afuera.
Nos damos un beso entre el gentío, y me voy pensando en la buena suerte.
Tengo también un imán para encontrar a las personas buenas.
Unas horas antes me había caído caca de paloma en la cabeza, justo antes de entrar a una inauguración de lo más paqueta.
Mi amiga me recordó que era un buen augurio.