Por Luciano Debanne.
Odian, aman odiar.
Odian la música que no les gusta, odian a la gente que no se les parece, odian los textos que no entienden, odian al resto por creerse más.
Odian sin fundamento, micro fascismos de esquina y jardín regado a manguera, de redes, comentarios anónimos, follows y likes.
Odian en nombre del buen gusto, de la razón, de dios y sus santos, del mercado y del prestado, de sus penas y desgracias, de su camino recorrido, de sus títulos nobiliarios y su paso por la universidad.
Odian en nombre de la justicia y del qué sé yo, de la venganza a veces vestida de buenas maneras, a veces de pena de muerte, a veces de llamado a reconocer la inefable realidad.
Odian literariamente, democráticamente, electoralmente, racionalmente, meritocráticamente, vulgarmente.
Efectivamente, odian.
Odian aunque gusten de ponerles otros apellidos, vestir su odio de otros sentimientos, ir bordeando el corazón gris del odio para que no se note, odian envueltos en indefinición.
Odian con explicaciones y argumentos, con historias y análisis, con razón. Odian y, tal vez, por momentos tienen razón.
Quién no. Quién no odió. Quién no.
No es eso.
El tema es que, cómo decirlo, aman odiar.
Trenzan su odio al amor.
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Una astilla como horizonte
De cegueras y distancias están hechos los quiebres y los quebrados. Después se le puede echar la culpa a cualquier cosa: los malos, los tontos, los mercados internacionales, la radio o la televisión.
Cuando sopla el viento
Es como un anuncio de lo que está viniendo. Y sabe el pecho, el medio del pecho, nido, casa, guarida, madriguera de los sentimientos.
