Música de mundos

Viaje a un Minúsculo Planeta presentó «Cartografías»

17-11-2014 / Crónicas, Crónicas a Destiempo
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El miércoles 12 de noviembre, el trío integrado por Julián Barbieri, Santiago Viale y Simón Beaulieu colmó el Salón de Actos del Pabellón Argentina. Compartieron las obras de su último disco, bajo una puesta impecable. Crónica.


Viaje a un Minúsculo Planeta presentó «Cartografías»

Por | redaccion351@gmail.com

Fotos: Mar Sánchez Rial

«Que venga, que venga, el tiempo de estar encendido…»

Rimbaud. «Una temporada en el infierno.»

Ir a buscar una música y sus imágenes posibles. Dejar ir las palabras. Pegarles un grito… ¡Vuelvan! Extraviar la mayoría, encontrar unas pocas y que cuenten un recital. Intercambiar datos de la presentación de Viaje a un Minúsculo Planeta con historias sugeridas y registros de Mar Sánchez Rial.

Noche perfecta en la Ciudad Universitaria. Pabellón Argentina, Salón de Actos, puestito de discos y remeras. Buenas noches.

Detalles del Salón de Actos: su olor, tan suyo y querido; sus butacas, más suyas que queridas; el público de Viaje a un Minúsculo Planeta, más querido que suyo, colmando el recinto, ideal para lo que vendrá.

Quienes llegaron tarde se irán ubicando en cada costado, sobre cada pasillo/palco/pullman/como se llame eso que rodea a la platea del Salón de Actos, donde justamente van a parar quienes no encontraron butacas, o encontraron una pero necesitaban dos, porque a veces, cuando las localidades no son numeradas, los desconocidos dejan entre sí una butaca libre, como distancia propicia para evitar batallas mudas por la ocupación de los apoyabrazos, y así quedan esos espacios, inconvenientes para quienes llegan acompañados y lógicamente querrán sentarse juntos, o para quienes llegan solos pero tienen vergüenza de preguntar si tal butaca está ocupada por el hombre invisible o está libre, o rehuyen a pedir permiso para ocuparla porque seguro, todavía hay gente que no se anima a ocupar esas butacas. No fue el caso, afortunadamente. Cada localidad (¿qué localidad? Es un asiento… Localidad es Villa Huidobro, Calchín, esas son localidades, una butaca es una butaca, perdón) fue encontrando su par de asentaderas, algunas posiblemente interpeladas por los resortes del asiento, ya que al Salón de Actos aún no le toca la sesión de fisioterapia que ya le tocó a la Sala de las Américas. En cualquier caso, la asistencia recurrente a un lugar, con los años, va masajeando la idea de que la comodidad importa menos que el placer de estar. El Salón de Actos y el Cine del Teatro de la calle 27 de abril (que seguirá pasando cine porque este escrito operará como gualicho desesperado) son así: lugares incómodos y queridos. Esa incomodidad es casi una condición de la querencia.

En las alturas de cada flanco del Salón, dos pares de luces azules y anaranjadas acentúan y atenúan la espera de músicos, seguidores, amigos y familiares. La ansiedad mira la hora y el escenario, que promete con lo que muestra: teclas a la izquierda; batería al centro; pie de micro y amplificadores a la derecha, y tres pantallas unidas en línea abrazadora. La vista de la puesta es pura inminencia.

Hay palmas para llamar a los músicos y un apagado de luces que condesciende. Hay siluetas recortadas en la penumbra de humo que van ocupando sus puestos y un aplauso de bienvenida. Jupa Barbieri, de camperita y remera a rayas; Simón Beaulieu (Señor Beaulieu, su apellido es un desafío, no estaría mal seguir el ejemplo de Toch, no se enoje por el amor de Beaumarchais), de auriculares gordos y musculosa a franjas de colores; Santiago Viale, de remera blanca y chaleco negro.

El inicio de la presentación de «Cartografías» comienza respetando el orden de los temas del disco. «Diástole” reúne a cuatro músicos invitados: Ailín Jobani, Ilona Gálvez, Pablo Farías de la Torre y Agustín Ávila. Fagot, traversa y clarinetes para una música que espera las imágenes y alguna fuga dejará proyectar formas desde cada corazón. «Nueva Thoven» comienza a formar capas de un clima que multiplicará el sinsentido de cualquier descripción, porque, lo sabemos, no hay secuencia de signos verbales que abarque las sensibilidades que mueve cada combinación de sonidos. Esa primera sensación de precariedad del lenguaje ante la complejidad de la música gana fuerza cuando, en medio de la interpretación del «Nueva Thoven», las pantallas comienzan a mostrar el trabajo de Lucas Armar Moreno, con la colaboración de Pablo Sosa Caba. Las proyecciones cuentan sobre paisajes urbanos distorsionados, para decir algo mínimo que no va a recuperar la belleza de lo que pudimos disfrutar… Es que lo que se ve y se escucha, de aquí en adelante, no podrá disolverse en alguna que otra descripción. Todo un problema para cualquier intento de crónica digna. Escribir sobre la música de VMP, sobre su presentación en vivo, es pretender algún momento de homogeneidad entre formas que habrán de separarse. Al ratito de haber mezclado instantes sonoros y visuales con definiciones, quedará la música, cristalina, y la memoria de esas proyecciones, flotando sobre estos párrafos decantados por torpeza.

Entender esto es dejar que todo se reduzca a un consuelo de apuntes. «Haití en llamas» es una batería acelerada sobre acordes lentos de piano y una base de bajo que agita en las pantallas un crepitar de chispas o un remolino de burbujas. El fondo del escenario es una línea de músicos amigos que cambian instrumentos de percusión. «Calima» triplica las imágenes. Cada pantalla es una historia narrada sobre movimientos lentos y graves. A la izquierda, una tubería donde alguien camina de espaldas y luego de frente; una niña en el centro, moviendo vasos y frascos con su mirada; a la derecha, un puñado de personas sentadas al fondo de un pasillo que evoca al cine de Fincher, a esas escenas de ambientes recrudecidos. La palabra que nombra el momento aparece y desaparece en las pantallas. El escenario es un cúmulonimbo extasiado de verde en el que se recorta la silueta de Viale. Los platos de Beaulieu acribillan la penumbra. Barbieri, concentrado en el sonido o en las connotaciones del sonido, está pero no está, o mejor al revés. Decir que es el momento «cuelgue» de la noche, el momento «VMP», podría desmerecer algunos pasajes que nos esperan.

«Órbita», del primer disco editado, suena con espirales de pirotecnia y rayones fugaces de colores que contrastan con el haz de luz blanca que, desde el borde del escenario, va hacia el centro del techo del Salón de Actos para rebotar en un resplandor cenital. Ya sin campera, Jupa, recorre con su mirada los pasillos/palcos/pullman/como se llamen, donde aplauden y mandan «bravos» quienes se han quedado parados.

La lista retorna al inicio de la banda, al primer tema del EP publicado en 2012. «Correcaminos» facilita alguna permanencia entre lo que suena y sus primeras impresiones. El paisaje proyectado nos deja esperando a ese pajarraco despreciable, frenando de golpe en la pantalla central, emitiendo su despreciable «bip bip», y desapareciendo. Pero no. Su penacho azul y el resto de su figura tres veces despreciable no aparecen, porque Moreno entendió bien que sería una redundancia, como tampoco aparece su perseguidor, nuestro amigo entrañable, que en algún punto nos hace entender que ya no está para correr a nadie, y entonces la música baja tres cambios. La segunda mitad de «Correcaminos» es la banda de sonido del capítulo donde el Coyote rompe contrato con Acme, prende un Lucky convertible con un zippo y se aleja, caminando por la banquina de la 66, contra un atardecer manso en el Gran Cañón.

 

El recorrido vuelve al disco hómonimo de la banda para otro momento difícil de limitar en definiciones. Las dos caras de «Baile», con sus vaivenes de arpegios y tambores, se dejan elegir para un ejercicio bien simple. En el final de «Extimidad», abrimos el juego y le pedimos a quienes por un par de horas fueron nuestros compañeros de recital, que enciendan su cuaderno de notas y escriban palabras sueltas, o historias, lo que fuere que les sugiera «Intimidad». Para la compañera de la izquierda, la segunda parte de «Baile» es la música de alguien que viaja, solitario, en tren, revisando la memoria de su vida mientras un paisaje blanco de nieve se mete por las ventanillas; llega a una ciudad abandonada; camina por las calles ateridas y se detiene frente a un bar. Hay cadenas y candados herrumbrados. Con el puño de la campera quita el polvo adherido al vidrio de la puerta y descubre, allá sobre el mostrador, el retrato de alguien que se parece demasiado a un bisabuelo sólo conocido por fotos, como ese retrato, abandonado en el bar fantasma de una ciudad muerta…  Más a la izquierda, la música dicta un viaje al pasado abismal, al hombre en sus formas primarias de sobrevivir, de emocionarse. Los acordes de piano, el redoblante marchando, esos ecos inquietantes de bajo, mandan la imaginación al principio de la vida, donde la tierra es esa piedra que gira en la pantalla y todo está, apenas, por comenzar a suceder.

Los aplausos y el saludo de Santiago Viaje regresan a más de uno de donde se hayan ido. La tapa de «Cartografías» ocupa las pantallas y marca el inicio de una trilogía estupenda. «De la religión» encuentra, en cada fila, decenas de significados contenidos. Semblantes reposados que reciben la calma de la introducción; labios apretados ante los graves previos a la detonación; talones sacudidos por la detonación; miradas agrupadas en las tomas que sobrevuelan ríos y lagos. Hay un amague de aplausos y un silencio que se impone para dejar que suene «De la Ciencia», que es pura aceleración. Las pantallas se abarrotan de explosiones, autopistas, vigas, robots, grúas, camiones, barcos, números y todo lo que podría condensarse en esa letra de Drexler, abrumada de cosas, que nombra sin respirar a manos capaces de fabricar herramientas con las que se hacen máquinas para hacer ordenadores que a su vez diseñan máquinas que hacen herramientas para que las use la mano. Pero también, esas imágenes pueden condensarse en una música que nos pega un par de pataditas en la cabeza.

Como resumen de la historia del hombre, bajo un zoom de mandalas y caleidoscopios, «De la música», en el final de la trilogía, nos deja soñar despiertos. Si hubo un tiempo trazado por siglos de aburrimiento, apenas entretenidos por guerras y hogueras en nombre de cualquier dios, que dio lugar a un tiempo dominado por la técnica, que en cualquier momento codifica olores para sentir el aroma de la torta que una prima nos muestra desde Valencia por Skype, mientras el planeta se banca cualquier despropósito hijo de la locura, «De la música» anticipa un tiempo nuevo, donde importa el arte y la emoción, donde no hay lugar para noticias policiales, donde no hay paros de bondis ni mujeres violentadas, donde ya no existen los fabricantes de armas, los ladrones en guardapolvos, los asesinos de traje, los estúpidos borrachos en las rutas, los periodistas de culebrones, los remarcadores de precios, los timberos empedernidos, en fin, la gente que no. Soñar no cuesta nada, aplaudir a una banda que se lo merece tampoco.

El final de la trilogía libera una ovación. La sigla VMP, en el blanco de la pantalla, cierra un gran momento. Aparece un contrabajo para Viale, y vuelve la línea de vientos. «Canción del solsticio», con una instrumentación exquisita, cierra la presentación de un disco que deberemos escuchar una y otra vez, porque todo dice que nos seguirá recorriendo.

Llega el momento de los agradecimientos. Viale dice algo así como «Bueno muchas gracias… Estamos… (los puntos suspensivos quieren decir que Santiago dijo «Estamos» y luego hizo una pausa para dimensionar el momento, suspiró y dijo lo que sigue) realmente muy felices… (Los aplausos lo interrumpen). Fue un trabajo de muchos meses. Desde enero empezamos a componer «Cartografías». Hay mucha gente involucrada en esto, vamos a estar eternamente agradecidos y eternamente en deuda con todos ellos. Mucho de lo que hay acá es trabajo a pulmón, por amor al arte, por amor a las amistades también. Queremos agradecerles mucho a nuestras familias, muchísimo a nuestras familias, a toda la gente que hizo posible todo esto… Ayudame Jupa… (Jupa va desde las teclas al micro de Santiago, abarajando los aplausos) A los que grabaron, mezclaron escucharon, a la Mar (Sánchez Rial) que está por ahí… Bueno, Jupa no quería hablar porque estaba ofendido…» Las risas del público y la timidez de Jupa dejan escuchar, apenas, un agradecimiento importante a la mamá de Simón, a Nano Barbieri, su hermano, que no sabe que quien tiene a su izquierda anota detalles para una crónica, a su novia, a Lucas Asmar Moreno por la tremenda puesta, que sube al escenario y se gana unos cuantos bravos, a Pablo Sosa Caba por la dirección técnica, a Alfonso Pérez Blasco por las luces, a los músicos invitados, al arquitecto Guillermo Gallo, que debutó en el arte de tapas, a Melisa Sargiotti, por el diseño gráfico, y un saludo a la Facultad de Artes, en su tercer aniversario.

«¡Que hable Simón!», gritan por ahí. Pero Simón llama a sus compañeros para encarar los bises. Después de un gracias final a los stages, suena en los instrumentos y se despliega en las pantallas la «Danza de paraguas», del EP inicial. Un haz de luz azul nos atravisa y se eleva. La música nos manda a la esquina a ver si llueve, pero hay cientos de esquinas para elegir. Cuando volvemos, los tres protagonistas, en línea, nos saludan. Como un bis siempre es poco, suena «Houdini». ¿Qué nos habrán querido decir con este tema que ya es un clásico? Tal vez: «Listo, ya está. Vayan nomás… En serio, váyanse… ¡A ver si pueden!»

 

Algo de todo esto pasó un miércoles de noviembre de 2014, en Córdoba, pero también en lugares que cada uno de los asistentes habrá recorrido, y seguirá recorriendo, por obra y gracia de tres músicos.

«Que se eleve tu alma tranquila y sosegada ante un millón de mundos.»

Whitman. «Hojas de Hierba.»