
Por Pablo Arietti | redaccion351@gmail.com
José Larralde es un artista que… No.
José Larralde, el gran decidor de… No.
José Larralde, unos de los más grandes folcl… No
José Larral… No, no…
Qué difícil…
Pasa que es José Larralde.
¿Cómo decir algo nuevo sobre un artista que hace lo mismo y bien desde hace más de 40 años? ¿Cómo que hace lo mismo? Sí. Hace lo mismo porque piensa lo mismo. Intentemos explicarnos mejor con una diferenciación arbitraria, más o menos extrema, erguida en una petición de principio. Hay músicos (intérpretes, cantores, cantautores, decidores, payadores, en fin, gente que canta acompañada de algún instrumento) que pueden eludir las injusticias de la vida cuando cantan. Según el decrépito manual del catalogador, sus inquietudes pueden ser más bien estéticas. Hay una convicción que profesa la búsqueda constante de nuevas formas. Un manifiesto que celebra el desafío y espanta cualquier posibilidad de repetición prolongada. Una pulsión que no deja de producir maravillas a lo largo de las décadas. Sobre algún referente de esta variante, se habla de sus épocas o períodos.
En el extremo opuesto de este esquema que ya hace agua, encontramos a quienes, para decirlo fácil, no pueden esquivar el bulto. El contenido de una letra siempre es cosa seria porque no puede dejar de serlo. Con metáforas sublimes o embates a voz ronca, se canta para denunciar, desenmascarar, sostener, proclamar, perseverar, molestar, defender, recordar, en fin, luchar. El instrumento compañero más frecuente, claro, es la guitarra. Puede haber gran destreza, pero, en términos generales, no se necesitan más de cuatro o cinco acordes.
Desde hace mucho tiempo, los desencuentros causan gracia o espanto según la inteligencia de la ironía. Las descalificaciones cruzadas vuelan como mandarinazos: de un lado son todos livianitos, superficiales, “maricones”, flojos, herméticos, cobardes, boluditos, ¡drogadictos! Del otro lado tiran con lo que tienen cerca: amargados, insufribles, noticieros del rock, zurdos, hippies anacrónicos; en el peor de los casos, mercenarios, hipócritas. Una verdadera fiesta de la estupidez, de la que se ha servido Capusotto para desenroscarnos de risa.
Lejos del fragor sordo entre adictos a los camaleones y militantes de los orejanos, está la música. La buena música y poesía de los espíritus proclives a la mudanza y de los peregrinos de la justicia, que en incontables casos, conviven en un mismo artista. La emoción de los que hacen, con más o menos instrumentos y variables preocupaciones o necesidades líricas, un buen disco y otro, y otro, al punto de lograr que les asignemos una expectativa que no les tuerza el rumbo. Sabemos, para nuestra felicidad, que un nuevo disco de Bowie o de Spinetta o de cualquier alma nómade será una nueva aventura. Sabemos que un nuevo disco de Larralde traerá su misma voz, su mismo sonido de guitarra, su misma integridad, con el pensamiento que le conocemos, con las historias que le conocemos, con la altura que le conocemos. Después de más de cuarenta años de la misma calidad de artista -en un ámbito de la producción humana donde lo que se mantiene implica una mejora porque, entre otros triunfos, refuta ese verso casi infalible de García: «lo que fue hermoso será horrible después»-, ¿qué más se puede decir?
Poco. Sinceramente. Los artículos recientes, comenzando por este, redundan en la constatación de adjetivos que ya son sinónimos de Larralde: coherencia, seriedad, compromiso. Intentemos, a propósito de su presentación esta semana en el San Martín, curvar tanta rectitud, asumiendo la probabilidad del fracaso. Juguemos pues con algunas imágenes.
Larralde colma el Teatro San Martín un miércoles. Gente parada en las cazuelas, en la tertulia, en el paraíso. El panorama conmueve desde una punta de la herradura de la sala. Boinas; sombreros aludos; paisanos con pilchas gauchas que no se compran en el shopping center contiguo; pañuelos al cuello; manos hinchadas de años y años de renegar con las herramientas viejas del campo, que se rompen, se arreglan y se vuelven a romper. Si lo sabrán. Entre bombachas y alpargatas, remeras de Almafuerte.
Larralde es un orejano. Un quebracho entre los ceibos. Pero los años le han amansado algunos rasgos. Cuando ingresa, la blanquedad de su pelo y larga barba nos devuelven al imaginario de los patriarcas bíblicos o a la niñez, cuando esperábamos algún regalito en el arbolito de navidad. José Larralde, Papá Noel viejo y peludo nomás.
Larralde tiene 74 años y miles de presentaciones. Podríamos concederle la sombra de algún cansancio. Nada. Quienes lo hayan disfrutado en sus primeras presentaciones podrán sostener que canta y cuenta como siempre.
Larralde mantiene la hondura de su voz. ¿Hace falta enumerar a los colegas que antes de los 70 años perdieron hasta la afinación?
Larralde no apaga las luces. Le gusta verles la cara a los espectadores de su guitarreada. Cuando abre el diálogo repitiendo “buenas noches” para que todos entendamos, concediendo, que debemos devolver el saludo, libera los ánimos para toda clase de intervenciones por parte del público.
Larralde es, por lo menos, cantor, recitador (“decidor”, como le gusta denominarse), guitarrero y humorista. No hay una forma de expresión dominante. Cuando no canta o recita, hace reír tanto o más que cualquier contador de historias. Cuando alguien le pide que visite Río Gallegos, responde: “Mañana me pego una vuelta”. Cuando habla de su ascendencia vasca y árabe, concluye: “Ojo conmigo que soy medio ETA y medio talibán”. Cuando se ve rodeado de micrófonos, el de la voz y el de la guitarra, bromea: “¡Ni que estuviera cantando en una herrería! ¡Está lleno de fierros por todos lados esto!” Cuando relata los orígenes de alguna canción, evoca dos bolichones, “El trompezón” y “Descanso criollo”, entre carcajadas sostenidas de la concurrencia. Cuando la gente no para de pedir temas, aclara: “Me olvidé de decirles al principio que no me pidan temas que no les via dar ni pelota”. Antes de irse, parodiando a su carácter, sentencia: “Bueno, si no les gustó algo de lo que dije, ¡jódanse!”
Larralde recuerda a su padre cuando le hablaba de no robar, no mentir y ser humilde. Nunca entendió cómo se es humilde, o la asociación común entre pobreza y humildad. “Hay gente pobre que no es humilde y al revés. Nunca entendí qué significa ser humilde. Una vez lo intenté, pasé por cagón y me cagaron a trompadas. Ni Cristo fue humilde”. Casi en el final, comparte otra incomprensión: “Por qué cuando estamos acá, podemos pasarla bien, una guitarra nos une, nos toleramos, y cuando salimos nos afanamos, nos matamos por la política, por el fútbol?”
Larralde se enoja y desenoja solo. Un comentario sobre el desmonte lo saca de su centro. Después de unas cuantas canciones y comentarios de fastidio por lo que entendió como una falta de sentido de oportunidad, afloja la tensión.
Larralde repasa canciones de su amplio repertorio. Entre otros: “Un día me fui del pago”; “De hablarle a la soledad” (dedicado a un changarín que le enseñó los primeros tonos en la guitarra); “Entrerriano y argentino (dedicado a Víctor Velázquez); “Por adentro de la vida”; “Mi vejo mate galleta”; “Domingo de agua” del oriental Osiris Rodríguez Castillos; “Ramón Contreras”; “Ayer bajé al poblao”; “Patagonia”; “La noche del peludero”; “El alegre canto de los pájaros tristes”; “El Tamayo” (con gran relato de introducción sobre la vida de su amigo Raúl Quiroga); “Y otras cosas fuleras”; “Cosas que pasan”. En los bises, “El beso” y “Elegía para un rajado”.
Larralde saluda, con su guitarra compañera, a la ronda agradecida. Volverá algún día y, otra vez, no habrá butacas vacías.