Literatura

Marcela Alluz presenta «El dueño del río»

13-06-2014 / Agenda, Lecturas
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El viernes 13 de junio a las 19 hs. la escritora Marcela Alluz presenta su nueva novela en la Asociación de Magistrados de Córdoba (Belgrano 224).


Marcela Alluz presenta «El dueño del río»

A continuación, algunos fragmentos de El dueño del río, que se presenta bajo el sello Como Pez en el Cielo.

«A cada una de nosotras, el hada madrina nos dio un don.
A mí me tocó ser la fuerte, la adaptada, la sabelotodo, la protectora, la madre.
Yo sólo hubiera querido ser bella, tomar champagne y escupir como marinero. Perderme sin perdón y abandonar la compostura junto a mis enaguas en el asiento trasero de algún auto. Bajarme el escote con las manos y fumarme un cigarro en la orilla del río, muerta de risa y de deseo al lado de algún hombre que sólo quisiera mi cuerpo. Andar sin corpiño y descalza por la arena de una playa, el pelo enredado, la cabeza echada hacia atrás, el sexo húmedo, la mirada errante.
Pero a mí, a mí me tocó la cordura y tanto me ató a la tierra que sólo frente a una página en blanco y con una botella de vino espumante y dulce, me doy el permiso de perderme y dejar mi hábito enredado en los pies de la mesa de ébano negro sobre la que escribo.

Si me voy a morir, que me muera en el río.
Ahogada mi boca de su marea verde. Acunada hasta la otra orilla en su lecho de espuma. Amarilla y rebelde. Olvidada del llanto y de la agonía, convertida en sirena, enredado el cabello de arena tibia y maleza.
Si me voy a morir, no quiero otra vida, ni eternidades agobiantes, ni encarnaciones absurdas.
Morirme para siempre y de una vez. Convertirme en ceniza y volverme nada.
Para que todo esto tenga sentido, para que realmente tenga sentido, es necesario que la muerte le ponga un punto final. De pie quiero morirme, bien viva y con los ojos abiertos.
Cansado el cuerpo de reírse y coger, de comer y fumarse, de abrazar y golpear.
Sin privarme de nada quiero la muerte, que se me expanda en el cuerpo y me vaya comiendo poro a poro, sin piedad.
Ir entrando en ella con la boca entreabierta, bajando de a peldaños, como se baja al río. Internarme en su oleaje aceptando mi suerte y dejando en la arena mi anillo y mi vestido.
No dejar ni la sombra para los que se quedan. Egoísta llevarme hasta mi último antojo.
Y soñar mientras hundo mi cabeza en las aguas, que me abrazo al milagro de mi niño dormido.

De a poco fui llegando a esta casa, a esta tarde en que la pava dibuja volutas de humo y mis manos, mis manos cicatrizadas y sin anillos baten un café con dos cucharas de azúcar.
Tuve que cerrar varias puertas para poder sentarme frente a esta ventana, sola.
Cortar amarras, desanudar lazos, desprenderme. Reavivar las cenizas de esa que fui, abrir las valijas marrones y sacar lo que quedaba de mí para volver a inventarme. Supe, que después de la devastación y las pérdidas, de las laderas arrasadas por la lava hirviendo, quedaba la piedra dura y filosa de esa niña criada por dos peregrinos que confiaron que yo sabría andar por las cornisas sin caerme, y que les hizo caso.
Puse en el centro de la sala, la mesa de la casa de la infancia, la silla en la cabecera mirando a la ventana, y me senté a encariñarme con el paisaje que me acompañaría en las tardes con ese mismo sol oblicuo que caería por el oeste indefectiblemente en cada ocaso.
De a poco, me fui instalando en este monte a reconciliarme conmigo misma, a buscar qué de mi había en ese montón de pena y piel en que me había convertido.
Y cuando terminé de escarbar entre mis escombros, me encontré y aprendí a vivir con la parte más oscura de mí que se animaba a habitar mi cuerpo. Me di cara a cara con mi rostro en el río y supe, que seguía estando allí, que había sobrevivido.

Si, la puta vida. Esa que nos niega tres veces antes de venir a llorar y a pedirnos perdón. La puta vida que nos descose a golpes y nos arranca el corazón y nos vacía los brazos.
Esa, tan perdida, tan coimera, tan ladina, que cuando una está a punto de sumergirse en el río y dejar que la deriva nos lleve, nos desflora la risa con un empujón inesperado y nos lleva de nuevo, atolondrados de dicha a la cresta de la ola.
Y una, que en el fondo es más puta que la vida, no puede resistirse, y se deja arrastrar por la marea, y chapotea, con el cuerpo torpe y viejo, pero adolescente y agradece, y mira al cielo aunque sabe que no hay nadie y piensa, que si hubiera un dios sería parecido al padre que tuvimos en la infancia».