Menos Mitos

Los Defensores de Causas Perdidas. Capítulo 5

6-09-2016 / Lecturas, Menos Mitos
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Bulucas convincentes, jóvenes expeditivas, escondites conocidos por cualquier espíritu inquieto de Córdoba y mucho más en esta nueva entrega de una novela sobre el amor y otras indecencias.


Los Defensores de Causas Perdidas. Capítulo 5

Por Juan Fragueiro.

Capítulo 5

Arcano Ouroboros

Como dicen las crónicas especializadas, corría el año 1970 y pico… Nadie se atreve a asegurar hacia dónde corría pero, seguramente, iba detrás de una esperanza corta que olía feo. Muy feo.

El joven Arcano Ouroboros, extravagante y solitario andarín siestero, cortaba de las ramas de paraíso algunas buluquitas para guardarlas en una bolsa de supermercado. Luego las introducía una a una en un rulero gigante que su tía usaba para hacerse la «toca» y con la ayuda de un globo de cumpleaños improvisaba una gomera. Arma fatal, mas no letal.

Su única diversión consistía en dispararle a la nuca de las chicas que pasaban por la vereda y, cuando alguna joven reaccionaba coléricamente -la mayoría de las veces-, él comenzaba a hablarle de proyectos futuros, de amor y fidelidad. Explicábale en tono adusto y creíble que un tal Cupido había disparado sobre ella, que ya no usaba flechas por las numerosas quejas de las víctimas. Perseguido por la enfurecida lesionada, Arcano gritaba: «Es Cupido… Es Cupido». Algunas veces las niñas se enganchaban con semejante ocurrencia y así el mozo disfrutaba, durante pocos días, de amor en el baldío de la esquina. En una oportunidad le moreteó la nuca a María del Valle Mercedes Teresa Azcuénaga Páez Villarrica, una vecinita con menos gracia que sapo en un piletón vacío. Sin embargo, en las fútiles aventuras amorosas, Arcano no se privaba de probar mujer alguna. Comenzaba y continuaba hasta acabar. Literalmente.

En toda esta perogrullada se hace inevitable mencionar, al paso, cómo fue el debut sesual (de seso) y sexual (de sexo) de este díscolo Defensor de Causas Perdidas. Una tarde, mientras caminaba buscando buluquitas de paraíso por la calle Rivadavia, cerca del Mercado Norte, en la zona de puesteros, fleteros, carniceros, maniceros y prostitutas, escuchó que desde un zaguán aggiornatto dos piernas exhibidas por debajo de una maximinifalda le gritaban asquerosidades relacionadas con el apetito y la gimnasia erótica.

El joven, relamiéndose, se dispuso a probar los placeres de aquí abajo, de allá arriba y de ahí al costado. La fogosidad mal contenida del muchacho, sumada a algunos pesitos que guardaba de los vueltos por el pago de impuestos, franquearon las puertas al tugurio.

Expuesto a la inclemencia de los tiempos modernos, Arcano le solicitó a la meretriz que se ahorrara el verso de «mi amor», «cariño» y demás con el que habitualmente acostumbraba a recibir a sus clientes.

-Enseñame a ser hombre con lo tradicional nomás -solicitó.

La guarra levantó su pollera luego de una minuciosa revisación in situ de la salud y condiciones higiénicas del miembro de Arcano y le ordenó con voz alcoholizada y firme:

-Vo va arriba.

Arcano, sin poder sacarse siquiera los oxford, hizo los deberes rapidito. Tan rapidito que no pudo ingresar a la cueva que todo lo fagocita, como la describiera más tarde.

Con manos temblorosas, un gusto amargo en la boca y con la tierra moviéndose a sus pies (lógica consecuencia de hacer el amor prontísimo), Arcano salió de la pensión dispuesto a aprender el arte de dominar la salida de los espermatitos. Una vez por semana ingresaba al bulín, pero antes recorría dos o tres más de la misma calaña, buscando a la mujer de sus sueños, por el momento, alquilados.

Una siesta, ante la ausencia de su «primera dama», se topó con una acalorada y alocada jovencita de 24 años que le enseñó a combinar el amor y el placer. Ella se enamoró verdaderamente de él y sólo le cobraba el valor del turno por la pieza. Fue cuando Arcano conoció noches de sábanas «almidonadas» y calzoncillos «rígidos».

Pasado un tiempo, siempre necesitado de amor, una siesta se cruzó con una vecinita, algunos años mayor que él, cuyos padres se hallaban vacacionando en cierto rincón de Las Provincias Unidas del Río de La Plata. La joven, rápida y hambrienta de un amor asimismo rápido, le insinuó a Arcano que hacer el amor no dañaría a ninguno de los dos. Con la ilusión a cuestas, emocionado porque no debería oblar un peso, Arcano la folló a intervalos regulares y cortesanos en la cómoda casona ubicada sobre la Ruta 9. Pero… La abuela de la joven, emperatriz del interruptus y vieja conocedora de los peligros que encarna (¿o encama?) una adolescente sin sus padres, se instaló en el domicilio de su nuera para velar por la virginidad de su nieta, quien ya la había perdido con un tío dos años antes en un oscuro salón de baile.

Desde la llegada de la nona se las ingeniaron de diez maneras diferentes para amarse en igual cantidad de sitios: en el ascensor de un edificio con las puertas abiertas en la azotea; en la cochera del mismo edificio (que las crónicas se cuidan muy bien de no ubicar porque el portero terminó siendo agregado al Club de las Causas Perdidas); en el Paseo Sobremonte en horas prudentemente nocturnas; en la pista de patinaje del Parque Sarmiento; en calles solitarias de barrios escondidos y hasta en las alturas del Parque Autóctono, espacio al que arribaron una noche inspirados y sudados.

Cuando se le pregunta al maestro Arcano Ouroboros acerca de su primer amor, un velo negro cubre sus dos órbitas; cierra sus ojillos claros, aspira el aire esmogizado, tose, escupe, se rasca la ceja izquierda, acomoda sus lentes, vuelve a toser (sin necesidad), escupe, mira al suelo, aprisiona la punta de sus bigotes entre los labios, mira la hora, tose, escupe, enciende un cigarrillo inventando volutas de humo que se niegan a salir redonditas, insulta a alguien que pasa, escupe, agranda sus ojos y responde:

-Qué sé yo… Ni me acuerdo.