
Por Garba.
Cómo extraño los festivales, allí se cocinan los cuentos.
El viaje, los aviones, subir las escaleras del aeropuerto y volverte otra.
Llegar a un sitio donde tu extranjería es en sí una fiesta.
Sacar a pasear nuestra mirada, nuestra localía, nuestro descaro, nuestros modismos, nuestra palabra, nuestra voz, nuestra política manera de hacerla explotar.
Extraño las bambalinas, las notas aparte, prestarnos la ropa, visitarnos en los cuartos y el encantamiento, convidarnos el repertorio, robarnos las toallas, enseñarnos los desayunos, salir de feria, de baile, de besos, hacer fila para bañarnos y así alimentar esta tribu que vive desparramada por la tierra sabiéndose capaz de amarse apenas una semana, una quincena o los kilómetros que dure el camino.
Y que eso es también el amor.
Extraño esa adrenalina de no saber qué come esta artista, a dónde le puedo llevar en su tiempo libre… Y extraño que me pregunten qué como y a dónde quiero perderme y con quién en alguna porción del latinoparlante planeta.
Extraño improvisar, volvernos cercanos, la risa, la pasión, el auto que se para en mitad de la nada, los hoteles fantasmas, los carritos de madrugada, cantar en plena calle, hacer un himno de la provocación.
Y recibir esa tonelada de gratitud de quienes escuchan, de quienes te descubren justo ese día.
Una vez, miraba la costa del río Amazonas donde se junta con el Nanay, en la puerta de la selva peruana, y un hombre que me había llevado a conocer esa zona que decían peligrosa, que nunca había salido de esa isla profunda me dijo: usted que anda por el mundo afuera de esta espesura,
¿me lo puede contar?