Por Juan Fragueiro.
Caracoles. Pedro Camino Verde. Caracoles y fusas. Musas, ladronas y una esperanza que se tiñe de los colores más oscuros y prosaicos. Ambiente de vegetales y carnes podridas en un entorno de elegancia circunstancial sin un tiempo definido.
Voces de oro, corales infantiles y gargantas. Comida, vino, bravuconadas, perfidias, infidelidades, un crimen por todos los crímenes, y ella, Helena subyugante y traviesa, vengativa y carnívora. Ella por encima de la letrina inmunda que se ve y se huele, que se sacude la podredumbre con chorros de agua helada y canes hambrientos y una inmensa biblioteca erotizada en páginas viejas y en maderas sin barniz.
Caracoles. Michael Nyman. Partituras violentas paridas con la suavidad de un tono menor que crece hasta el mayorazgo.
Fish Beach, Memorial… No hay quién se resista a semejante enjambre cacofónico. La vista, el oído y el tacto con el que te apretás a la butaca para soñar más allá de la paleta de colores y sonidos. Verde, Rojo, la música, las imágenes, todo en un vértigo caricaturesco de aquella violencia, de la elegancia pretérita.
Y Helena desnuda y el profe que la toca en un baño de blancura exquisita, y la boca de ella que bebe la sabiduría del lector, ella que no es para nadie pero es de todos.
Y los testículos de cabrito, y el tenedor clavado en la mejilla, y los libros de historia británica empujados por la garganta del que supo beberse los licores del sexo de Helena y la banda de ladrones obsecuentes, y el niño de voz coralina que se atora…
Y el cocinero que defiende a los amantes, y el ladrón… El ladrón que hubiera preferido una jarra de cicuta antes que comerse el último banquete de su vida.