Literatura

Juan Filloy – Op Oloop

8-12-2015 / Lecturas
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En nuestro espacio de celebración a los autores cordobeses, compartimos el fragmento inicial de un clásico. La cuarta novela del memorable escritor de los tres siglos.


Juan Filloy – Op Oloop

Juan Filloy nació y murió en Córdoba. 1894 y 2000 fueron los límites insólitos de una vida plasmada en obras literarias como aventuras igualmente insólitas.

Habrá quien sólo guarde, sobre semejante figura de las letras argentinas, el dato de su longevidad. Más acá del despropósito del calendario a favor de tantos lectores agradecidos, sus novelas nos siguen acompañando.

Esta semana, nuestro espacio hace gracia del propio desorden y desmemoria con las obsesiones de un personaje finalmente entrañable. Acaso, una de las novelas más hilarantes y dramáticas del genio cordobés. Aquí los primeros minutos de un día complicado.

Juan Filloy – Op Oloop.

10.00

Sonaron las diez.

Ya había escrito todas las habitaciones. Sólo le faltaba redactar el sobre de la última, para su amigo más íntimo: Piet Van Saal. Pero una fuerza enorme le inhibió. Algo así como d0s garras plúmbeas se posaron en sus hombros. Y lo sustrajeron a su empeño.

Permaneció largo rato con la cabeza apoyada en el respaldo del sillón giratorio. La laxitud parecía hacerle la barba. Después abrió los ojos con dulzura.  Y como engañando a la fatiga, lentamente, aproximó de nuevo su busto al escritorio. Miró a izquierda y derecha, lleno de cautela –como quien va a cometer una mala acción- y tomó la pluma. Pero no pudo escribir más que la S de Señor. Una ese mayúscula fina y elegante en forma de gancho de carnicería. Y colgó en ella la carne: su cansancio, y el alma: su fastidio.

Op Oloop acababa de convencerse una vez más que no es posible ser traidor a sí mismo. DOMINGO: ESCRIBIR DE SIETE A DIEZ, era la regla. Cuando la vida esta ordenada como una ecuación no se pueden saltar las coyunturas matemáticas. Era incapaz de cualquier impromptu gráfico de poner el nombre y domicilio en un sobre ya empezado.

-Lo veré personalmente –se consoló.

Verdugo paulatino de toda espontaneidad, Op Oloop era ya el método en persona. El método hecho verbo. El método que canaliza en profundo las ilusiones, las sensaciones y las voliciones. El método ya consubstancializado que evita los respingos del espíritu y los corcovos de la carne. ¿Cómo romper su vaivén rítmico? ¿Cómo alterar su fluencia consuetudinaria?

-Es inútil. No podré nunca emanciparme. El hábito me ha forjado una tiranía atroz. Yo no quise nada más que trabajarme, hacerme grande desde la pequeñez, como una de esas joyas diminutas del Renacimiento, cinceladas sobre la paciencia que ostentan el decoro de una fresca intuición y una larga sagacidad. Pero me he adiestrado idiotamente en una amarga escuela de constricción. He hecho de mi espíritu un cronómetro de exactitud ineluctable, con timbre despertador y esfera luminosa… Oigo y veo mi “exacto” fracaso a cada instante. Y sufro no poder vencerme, venciendo el arte indigno que ahogara desde el escrúpulo más tenue al impulso más poderoso. Un factor novel de rebeldía, tímido ayer, implacable ahora, trabaja la populosa pena de mis ideas. Estérilmente. Me ha castrado el afán de ser algo, ¡algo notable! en el concepto del mundo. Y sólo he logrado ser algos en el sentido patológico de la palabra: un dolor vivo, que se desliza oculto bajo las horas y la mentira de mis propias sumisiones.

No hablaba. Su voz era dirigida hacia adentro a un daimon acurrucado en la conciencia.

El valet entró en ese momento:

-Señor: me permito recordarle que hoy, domingo, a las diez y media, debe usted tomar su baño turco. No le quedan más que pocos minutos para llegar a tiempo. ¿Pido el auto?

-¡Todavía esto! Ya le he dicho que no olvido nunca nada. El auto está pedido. Entregue hoy mismo esta correspondencia a sus respectivos destinatarios.

Un movimiento automático de cabeza cercenada hizo chocar la barbilla con el tórax del mucamo. Se contrajo a entregarle el sombrero, el bastón y los guantes.

Hay personas que conocen los días en que viven por los boletos de combinación que expenden los tranvías, por los avisos bancarios de próximos vencimientos o por el almanaque de las oficinas donde llenan gratuitamente de tinta la pluma-fuente. Op Oloop no era de esos. Su casa era una agenda viva, un archivo meticuloso, un emporio de mementos. Cada pared ostentaba profusión de tablas sinópticas, mapas estadísticos y diagramas policromados. Cada mueble era un almacén repleto de datos y reseñas, de estudios y experiencias. Cada cajón, un fichero que custodiaba la fidelidad de su memoria. Hasta en sus bolsillos guardaba extractos de profundas lucubraciones.

Unigénito del mérito y la perseverancia, Op Oloop era la más perfecta máquina humana, la más insigne creación de autodisciplina que conociera Buenos Aires. Cuando se llevan compulsados y seriados desde la pubertad los fenómenos más importantes del universo y los actos fallidos más leves del ser, se puede afirmar con seriedad que el sistema ha sido constreñido a su mínima expresión: vale deci endiosado a su mayor jerarquía metodológica; ¡porque la grandeza del método se revela en su soberanía sobre lo nimio!

Salió.

Naturalidad y distinción.

Ante el espejo del vestíbulo acicaló su porte, retocando la inclinación del sombrero y la pulcritud de las solapas. En el conjunto marrón había dos acentos: su tez blanco mate y sus ojos color tabaco. Y tres puntos de agudeza: la chispa zahorí de sus dos pupilas y la luz cuajada en perla sobre el rojo tenebroso de su corbata.

Desde allí mismo contempló su gabinete de trabajo. La brisa penetraba por la amplia ojiva del balcón ya abierto. Mañana fluida. Sol curioso y festivo. Su vista se complugo en el orden macizo de las bibliotecas, el columnario de las cajas compiladoras y los plintos rectos de las máquinas de sumar y perforar, destacándose en el gris sedante de muros, cortinas y alfombras. Todo le daba sensación de aplomo, de seguridad en el equilibrio. Meneó afirmativamente la cabeza. Estaba conforme. La densa característica de su labor no hubiera resistido los interiores de moda, endebles y vacíos, en los cuales la indolencia huelga sobre sillones ortopédicos frente a encuadernaciones de lujo –sin texto-, forjas de Brandt –se superflua vanidad- y potiches de Lalique –cuya oquedad se crispa de cardos.

Ya en el auto, ese pensamiento se encaminó a zonas más altas. El tono panfletario le arrebató sin darse cuenta:

-¡Oh los grande príncipes, los grandes herederos, los grandes sacerdotes de hoy… ahítos de privanzas, tedio y mujeres frescas… que no han sentido nunca la fatiga del trabajo, ni han exteriorizado jamás un esfuerzo noble… que no saben de nada heroico, nada violento, nada necio… viven apoltronados de privilegios, dinero y ufanía… que les vienen “de arriba”: de Dios, en cunas de oro y bandejas recamadas… y de abajo: de lacayos con bisagras en el cóccix, de obreros con músculos venales y de beatas con caricias obesas, dulzuras de algodón y navidades de seda!…

La vida se llena haciendo esquemas: en el aire, la tierra, el agua y las cosas: vuelo, surco, estela, escrito. Los ociosos que redactan espirales de humo, que dibujan ritmos en el baile o trazan contorsiones en el sport, provocábanle su mayor indiferencia. Si en vez de esos esquemas inconducentes se ahincaran a contar los paraguas que se pierden en los cafés, los casos de bigamia o apendicitis, las comas que obstruyen la claridad de los códigos, al menos resultarían fructuosos para establecer en el cálculo de probabilidades los índices normativos del nexo casual. Mas, no todos vienen al mundo impregnados del fervor divino, que es la presencia útil del hombre en su medio. Hay gentes que no reconocer otro quehacer, que hacer esquemas en su nada. Op Oloop era distinto. Usando impermeable, sabía el número de paraguas que se pierden, siendo soltero, la jurisprudencia universal respecto de la bigamia; gozando de buena salud, las teorías arcaicas y modernas en torno a la apendicitis y aborreciendo gentilmente a los abogados, la cantidad de comas sobre las cuales especulan en embrollos de latines y hermenéutica.

El automóvil frenó frente a la casa de baños.

Parece mentira, pero es cierto. La vida solitaria de los especímenes más evolucionados gira siempre sobre goznes de rutina. Al pobre Kant, los imperativos no le dejaban alejarse más allá de las cervecerías de su pueblo; al pobre Pasteur, los microbios lo forzaron a una soledad pura de leche pasteurizada; al pobre Edison, los inventos lo retuvieron circuido en el insomnio y la sordera. A medida que se expande el espíritu, la carne se sujeta a clisés ineludibles. Los hábitos de yacer, folgar y yantar se tornan matemáticos. Y las horas del día, irrevocablemente asignadas a goces, funciones y eventos conocidos, se ahondan en el deber; pues, cuando la audacia mental más se aventura por las zonas inéditas de la abstracción, la materia más se empecina y circunscribe en el sótano de la costumbre.