Por Pablo Arietti | redaccion351@gmail.com
Fotos: Eduardo de las Heras
Córdoba noviembre y su voz, cobrando altura para que el viento la reparta. Sus canciones de este tiempo, acompañadas de vidas nobles que nos abrazan sin saberlo. Música que suena a esfuerzo, a logro y celebración, para que sepamos la forma de su alma y que siga la melodía.
Es otro viernes de música nueva en la ciudad. Llegamos a la Facultad de Lenguas y nos encontramos con músicos, escritores y demás trabajadores del arte. Hay una mesa junto a la entrada, donde se apilan cajitas de madera con las leyendas «Ale drube quinteto» y «Doce mil pinturas en el aire» talladas en la tapa. Lo que nos imaginamos en la previa del recital, cuando hablamos con Ale, se quedó corto. La caja no es una caja. Es un cofre de manufactura impecable que abrimos para encontrarnos con un díptico -formato habitual en las producciones independientes- y con una bolsa de papel madera, como regalo extra. ¿Qué es esto?
La ceremonia del encuentro con un disco nuevo, a minutos de su presentación en vivo, renueva la capacidad de sorprendernos. Tenemos un cofre bellísimo en nuestras manos; tenemos el disco inserto en un díptico donde aparecen los músicos estables, los invitados de lujo, los datos de la grabación y los agradecimientos; tenemos una bolsita de papel madera, que abrimos con la curiosidad de un chico ante su bolsa de sorpresas de cumpleaños. Aperece un móvil de doce láminas. De un lado de cada una, la letra de una de las doce canciones, con los músicos e invitados que participaron; del otro, una pintura, o una fotografía. Como cada uno de los doscientos cofres, cada móvil fue confeccionado manualmente. Miles de tanzas, ganchitos, cuentas y arandelas. La emoción que nos genera pensar en semejante producción, también nos trae un rincón posible de la casa, para embellecerlo.
Deberemos apoyar el cofre en algún lado para ayudarnos, con las dos manos, a plegar el móvil y volverlo a su bolsita, y esta, junto con el disco, al cofre, porque se abrieron las puertas y tendremos que ingresar, felices con nuestro autoregalo, al Auditorio.
La primera charla con Ale Drube se dio hace un tiempo, en un recital que nos encontró sentados en las sillas ubicadas al fondo del mismo recinto. Su nuevo trabajo permitió que ahora, desde la misma ubicación, lo veamos de frente, estampa de flaco con anteojos redondos, sobre el escenario, saludando al público con su cofre en alto, como un trofeo.
A sala llena, comienza su presentación con «Milongadrubombe», tema apertura de las doce pinturas. Un rasguido de acústica que recibe repiques de escobillas sobre cajón de Leandro Alem, climas de cello de Eugenia Meneghini, arpegios de guitarra eléctrica de Federico Ruiz y una línea perfecta de bajo de Julián Garbarino. Bellísima instrumentación para una letra que monta la canción al «aire de aquí» y que juega en el final con un tarareo de ¨Libertango».
Su «Zamba para Córdoba» suena con tres guitarras que conversan casi a la manera de una tonada. Las estrofas saludan a los faroles, al río primero, a los balcones y a los jazmines del barrio. De los aplausos nace un saludo al Chango Rodríguez.
Inicia la lista de invitados. Suben al escenario Diego Ferronato, pianista tucumano radicado en La Plata, y Lía Raggio, una voz que, insistimos, deberemos seguir. «De alpaca» es un puñado de versos en agradecimiento a la belleza del paisaje que contemplamos cuando nos dejamos llevar por la libertad de los sueños. Inspirada en sus hijos, dedicada a su nieta Lúa, la canción nos llega acompañada por su correlato gráfico en el disco. Cada tema encontrará su pintura proyectada. La música que escuchamos es una bandeja de alegrías. A lo largo del pasillo del auditorio, Valentín Rodríguez despliega su coreografía. Gran momento. Entrado en calor, el flaco se saca la campera.
«Da mucho placer estar parado aquí», confiesa, antes de invitar a un hermano de la vida. «Hemos compartido escenarios desde hace cinco vidas, en bandas como La zona roja y Los dientes…» Sombrero con wiphala, bermudas, buzo atado a la cintura, sandalias y cuerno. Fernando Mánguz en el escenario. El cello de Eugenia recibe al cello compañero de Antonella Acchietto. Suena «Luna de Belén, niña de mi barrio». Desde una flauta de afilador, desde el filo de los platillos, el ensueño del garrahand y cuerdas como locomotoras (Eugenia increíble, tocando de pie), la música evoca al tren de la infancia, hilvanando lunas de Belén, de Jujuy, de Atacama, del barrio. Fragmentos del «Canto de ordeño» se llevan la canción con un solo de guitarra que centra las miradas y oídos en la figura de Federico Ruiz.
«El camello» es un punto de avistaje en el andar del quinteto. Escobillas, acústica, eléctrica y bajo como intro a una melodía simple, reposada en las manos de Eugenia y en el silbido de Ale. Las intervenciones de Ruiz juegan con las olas que vemos a través del sendero proyectado que va hacia el mar, como en sueños.
Cambio en el viento. Resistencia. El canto que no puede desentenderse. Ale invita a Cacho Moro, referente del acampe en Malvinas Argentinas, que sube al escenario para actualizarnos sobre la lucha contra la instalación de la planta de Monsanto, que ya lleva setenta días. Los datos sobre la incidencia de los agroquímicos en la salud revuelven la sangre. Desde todos los rincones del auditorio nace el saludo y el apoyo a Sofía Gatica, otro ejemplo de lucha. «La Alumbrera», zamba con una guitarra grave en el inicio, se pregunta por el Nevado, por lo que la mina se lleva y, peor, por lo que deja. Alto valle de piano y bajo entre primera y segunda. Interpretación vehemente. Mirada directa, sin anteojos.
La primera letra y música tomada del repertorio popular es un tango de Manzi, Castillo y Piana. Después de una poesía cubana declamada con maestría por Cristina Álvarez, escuchamos «Viejo ciego», dedicado al gran Américo Tatián. La guitarra de Ruiz desata los aplausos. Ahí nomás, con la misma criolla, «Al aire sin dueño», con Ferronato soltando bellezas entre el cello y el legüero. Otra vez el placer de la instrumentación.
Presentación de «Zamba para las abuelas que esperan»: «Gracias al onirismo que permite dialogar con los aparecidos…» Voz en off de Sonia Torres. Carta a su nieto y a todos. Estampa de Sonia Torres en el escenario, invencible. Aplauso a la Abuela y a todas. Abrazo y música de Federico y Diego para convertir el sueño de la letra en búsqueda incansable. En el disco, la voz de Peteco Carabajal canta «Oh tierra madre», vuelve a juntar las líneas de un destino, oye este anhelo sagrado que vive y viaja en el aire».
Yupanqui en dos criollas y legüero. Fogón repentino para «La viajerita». Corazón en pena, palomitay; palmas de fresco y aroma. Saludo a los Coplanacu, invitados a la grabación.
Vienen los agradecimientos. Cande, Maxi, Zurdo, Manuel, Antonela, Pupi, María… A los que pasaron por casa, a los músicos, muy aplaudidos. «Montevideo y el vagabundo de las estrellas» es otra de las doce maravillas. Por los versos de nuestro mejor poeta, recitados por nuestro mejor declamador, el irremplazable Chacho Marzetti, por las calles con luz de patio que trasuntan la melodía, por la ronda que junta a Mateo, Cabrera, Onetti, Fattoruso, Idea Vilariño, Galeano, Jaime Ross, Masliah, Rada, Zitarrosa, Delmira Agustini, Peri Rossi… A buena parte del Uruguay que tanto amamos. Acústica que suena a Rambla; escobillas y bajo que llevan al febrero de las llamadas; cello sobrevolando el Río de la Plata; eléctrica que hace lo que quiere. Palmas a marcha camión, desparramadas en ovación.
Siguen los agradecimientos, a los que movieron perillas para grabar y mezclar, a los que embellecieron todo lo demás. Cierre del disco con «Llenos de luz, invierno del 2002». La letra es pura imagen de niños contra el frío cruel. La música es una invitación a escuchar la destreza y sensibilidad de Federico Ruiz. Su estilo recuerda a quien Ale saluda cuando en el final canta un verso de «Mi elemento», y cuando dice, para cerrar una gran presentación, «Buen viaje querido Flaco maestro!!
Fiesta de aplausos y un bis para que vuelva Fernando, Lía, Antonella y todas las lunas y niñas del barrio.
Sólo queda llegar a casa y colgar el móvil en algún un rincón querido.