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Berlín, entre prodigios y fantasmas

2-11-2018 / Lecturas
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Compartimos un relato sobre la visita a Sachsenhausen, uno de los campos de concentración de la Alemania nazi convertido en espacio de memoria.


Berlín, entre prodigios y fantasmas

Por | sdinolfo@redaccion351.com

Suele haber dos motores en las crónicas de viaje: uno impulsa el relato como si se tratara de un cuento para irse a dormir; el otro, como si desatara un golpe para despertarnos. Esta crónica fue escrita casi con un solo motor.

En 2015 pasamos unos días en Berlín con mi novia. La idea de visitar la ciudad fue mía porque desde no me acuerdo cuándo me daba manija con ver las ruinas del muro y con visitar un campo de concentración.

Llegamos a la ciudad en una tardecita helada, con un sol de abril que se apagaba muy rápido. Con la última luz del día entramos al hotel, que estaba en la zona del memorial Kaiser Wilhelm, una histórica iglesia alemana que todavía muestra los hachazos de la guerra. Con crueldad y con cariño, le dicen la “Muela cariada”.

Al día siguiente salimos temprano para el campo de Sachsenhausen. Los metros y los bondis alemanes son súper puntuales y lo único que se exige es el pago del boleto, claro, y que usted no coma durante el viaje y no hable a los gritos. Tampoco conviene reírse a las carcajadas. No levante la voz y listo.

Pensaba que íbamos a llegar a un espacio restringido, mitad Chernobyl mitad Fukushima, con seguridad y cámaras. Nada más alejado. El vecindario de Oranienburg es un lindo caserío con una alfombra de hojas amarillas. Ninguna alarma, ninguna sorpresa, sólo unos muros grises llenos de ventanas que dicen que estamos frente al memorial.

El brujo y los cómplices

Sachsenhausen no fue un punto más en la cartografía nazi, fue un campo modelo, el espejo de Auschwitz. Se abrió en 1936, y al principio sólo fue pensado como un campo de trabajo y de destino de presos políticos, pero dos años más tarde recibía judíos, gitanos, gays, testigos de Jehová, prisioneros soviéticos. Si era necesario, la fosa se cavaba a mano pelada.

Nos agrupamos alrededor de un mapa que muestra la arquitectura del lugar, un triángulo equilátero con edificios dispuestos en abanico y una torre central desde la que se podía controlar cada rincón del campo. Heinrich Himmler, jefe de la policía alemana, supervisó personalmente el desarrollo de los trabajos. Estaba orgulloso del campo modelo y pese a que la cerveza le agujereaba el estómago, nunca rechazaba un brindis en honor de Sachsenhausen.

Comenzamos el recorrido y el guía, un español barbudo que estudia historia y vive desde hace diez años en Alemania, nos dijo algo sobre ser respetuosos y no andar metiendo selfies alegremente –uno no quiere creer que haga falta explicar eso, pero así es–. Lo escuché por arriba porque estaba más interesado en la botella rota que se exponía junto con una carta de un exprisionero del campo. Me acerqué a leer con cuidado, como si alguna frase me pudiera traicionar.

“Quiero volver a casa. Estoy en el KZS (campo de concentración Sachsenhausen) desde el 9 de marzo de 1937. Hoy es 19 de abril de 1944. ¿Cuándo volveré a ver a mi amada en Frechen, Colonia? Sin embargo, mi espíritu sigue intacto. Las cosas tienen que mejorar pronto. Anton Engermann, nacido el 6 de octubre de 1902”. Tuve la sensación de que Anton escribía con la seguridad de que íbamos a leer su carta y, sobre todo, de que esas palabras podían conjurar su destino. Así fue, Anton se salvó, vivió hasta 1983 y hoy una calle alemana lleva su nombre.

Camino a la vieja entrada al campo, vimos un contenedor vidriado con montones de anteojos, zapatos, botones y objetos personales que los nazis no pudieron rapiñar. Pasamos por una muestra de fotos sobre la Marcha de la Muerte que tuvo lugar cuando la derrota era un hecho y decidieron desocupar los campos de exterminio. También recorrimos el austero club de oficiales, donde se obligaba a trabajar a los prisioneros: un gitano cocinaba, una chica judía limpiaba, otro lavaba la ropa de fajina de los soldados y no olvidaba nunca, no podía, el cepillo de cerda natural para los uniformes con la SS plateada en el cuello.

Los presos no sólo se ocupaban de las tareas indispensables para el sostenimiento del lugar. También se los usaba en diferentes industrias de producción de armas, ropa y calzado. Nos contaron que muchas importantes compañías alemanas aprovecharon la mano de obra esclava que explotaban los nazis; algunas incluso construyeron sus propios campos. “Bayer y Siemens, por ejemplo”, remató el guía.

En la actualidad sigue siendo un tema por discutir la red de complicidades empresariales, judiciales, eclesiásticas y civiles involucradas en estos procesos. Algo que, lamentablemente, no sólo está presente en el caso alemán. En nuestro país los organismos de derechos humanos trabajaron años para visibilizar la actuación de la “pata civil” durante la dictadura.

Para dar un ejemplo, por estos tiempos se lleva adelante un juicio a ex directivos de Ford, el ex gerente de Manufactura, Pedro Müller, y el ex jefe de Seguridad, Héctor Francisco Sibilla, por su responsabilidad en delitos de lesa humanidad en los Tribunales de San Martín, en Buenos Aires. El testimonio de los sobrevivientes indica que hubo listas negras, secuestros y torturas en la planta de la empresa, en General Pacheco. El juicio comenzó en diciembre de 2017, más de 40 años después de los hechos. Ford Argentina ni siquiera emitió un comunicado formal sobre la causa.

Las llaves

Durante el recorrido teníamos siempre a nuestra izquierda unos pinos altos, un buen espacio para ver-pensando-en-otra-cosa. No nos dimos cuenta en qué momento el amarillo del día se desvaneció, se acabó el bosque y enfrente teníamos la puerta del campo. Una sola hoja abierta y quince letras mayúsculas forjadas en hierro: “ARBEIT MACHT FREI” (El trabajo los hará libres).

El español dijo que con ese justificativo surgieron los campos en Alemania. El trabajo se entendía como un proceso de “reeducación” de los detenidos y como el medio para resocializar a los enemigos del régimen. Nada se decía sobre la explotación en condiciones infrahumanas ni sobre los proyectos “especiales” que se desarrollaban y que se cobraron la vida de buena parte de los aproximadamente cien mil internos que murieron en Sachsenhausen.

Nos amontamos en la entrada quienes queríamos sacar una foto y quienes intentaban entrar. La escena era un poco ridícula, un poco triste. Apenas cruzamos la puerta, un viento helado empezó a marcar el paso, “Piensen en las condiciones en las que se vivía aquí durante el invierno”, dijo el guía y no hacía falta mucha imaginación, bastaba con ver los árboles con las ramas estrelladas de secas por el frío.

El campo tiene un muro perimetral externo y una cerca interna con alambres de púa. A unos metros de esa alambrada, el terreno se hace pedregoso y un cartel avisa: “Neutrale Zone. Es wird ohne anruf sofort scharf geschossen” (“Zona neutral. Se dispara inmediatamente sin aviso”). En muchas ocasiones, alguien que se sentía desfallecer o no soportaba más los trabajos y castigos, se paraba en ese cordón. “Era un acto suicida”, dijo el guía y el pasmo nos dejó flotando en una pausa tonta. Todos miramos el cartel durante unos segundos. Todos hicimos un paso atrás; la historia se había parecido bastante a una descarga sin aviso.

Nos contaron sobre la vida en el campo: las deshoras en penumbras, el hacinamiento, los trabajos forzados y esa mala atmósfera de cada paso dominado por la amenaza de la tortura o el fusil. En ese encierro, las pequeñeces definían la vida: una cuchara escondida, un abrigo rescatado, saber esperar el mejor momento para aprovechar la porción de comida del día. Otro ejemplo, la elección de las literas –distribuidas en tres espacios, abajo, al medio y arriba– podía alivianar un poco las condiciones de vida. “¿Cuál elegirían ustedes?”, preguntó el guía. ¿Cuál elegiría usted?

Sólo quienes sobrevivían al primer mes en el campo sabían estas cosas. Entre ese grupo de internos nacían solidaridades que se fortalecían aún más entre los pocos que lograban llegar al año de cautiverio. Un prisionero con experiencia sabía que la mejor litera era la del medio; en la de abajo se sufría el paso de la humedad porque apenas estaba despegada del piso de madera y en la de arriba hacía frío y se filtraba el agua de lluvia. El tiempo y la confianza eran las llaves para sobrevivir.

La unidad no se agotaba en esos lazos, también encontraba formas más sutiles. Por ejemplo, los prisioneros que trabajaban en la cocina del campo de concentración escracharon las paredes con dibujos de unas papas dándose un baño en una tina, unos peces que se abrazan, un ramo de flores. El humor, la ironía y los colores en la cáscara de esos muros era su forma de decir que no renunciaban a su humanidad. Como dijo Galeano, para la angustia de los ingenieros del horror, la máquina de la muerte produce vida.

Un homenaje idiota

Nos dirigimos hacia la “Estación Z”, el lugar donde los prisioneros eran fusilados y se incineraban cadáveres en los hornos. Sólo quedan cimientos y escombros, pero se puede ver el recorrido que hacían los presos antes de ser ejecutados: se los llevaba con la excusa de hacerles un chequeo médico, pasaban por distintas dependencias y en la última sala, un guardia les indicaba que acercaran la cabeza a un hueco que había en la pared. “Les decían que un dentista les iba a revisar la dentadura -relató el guía- pero del otro lado, un oficial apuntaba el fusil y gatillaba.”

Cerca de ese lugar se puede descansar un poco la mirada y el espíritu. El Memorial de Sachsenhausen es un obelisco de unos 40 metros que se encuentra a la mitad del campo y tiene dieciocho triángulos rojos invertidos que representan las nacionalidades de quienes allí murieron. En sus uniformes, los internos llevaban esas figuras que se convirtieron en un emblema de los caídos. El Monumento al Prisionero también es una pausa. La escultura, rodeada de flores, muestra a tres figuras humanas fundidas en un gesto de compasión. Es uno de los puntos centrales de conmemoración de las víctimas del campo. En las paredes se pueden leer unas palabras del escritor polaco Andrzej Szczypiorski: “La Europa del futuro no puede existir sin conmemorar a todos aquellos, independientemente de su nacionalidad, que fueron asesinados”.

En este punto, el guía se animó a hablar de Franco y renegaba de que en España no haya una condena más firme de la dictadura y una política que abra los lugares donde se vivió la historia para reconstruirla –será muy interesante seguir el proceso que se abra luego de la exhumación de Franco del Valle de los Caídos, aprobada en agosto pasado por el gobierno español, “Hoy nuestra democracia es mejor”, dijo al respecto al actual presidente Pedro Sánchez–. Porque el recorrido del campo es un discurso crudo y movilizador, una puerta para conocer la medida del horror y la medida de la dignidad de los que resistieron.

También es un compromiso con el nunca más porque son cuestiones sobre las que hay acuerdos sociales, históricos, filosóficos, legales que constantemente se ponen en discusión. Para señalar sólo algunas derivas de esas tensiones en América, pensemos en los “tender age shelters” de Trump, el rebrote del “problema de los extranjeros” y la intentona del 2×1 para los genocidas del gobierno de Macri o el ataque constante a las minorías del presidente electo de Brasil, Jair Bolsonaro. En Alemania, la xenofobia también tiene voz y voto: se llama Alternativa para Alemania (AfD). El partido, que reivindica el Holocausto y asocia la criminalidad con las corrientes migratorias, llegó en septiembre de 2017 al Bundestag con el 13% de los votos –encuestas de este año hablan de una adhesión del 15%–, lo que testimonia la vigencia del pensamiento ultranacionalista.

Un pequeño ejemplo: cuando unos días después entramos al Monumento a los judíos de Europa asesinados, la sorpresa no fue ver el ingenioso diseño de la obra sino una ofrenda inesperada que encontramos a la salida de ese espacio. El guía nos llevó hacia la zona en la que estaba el Führerbunker y nos dijo: “Estamos parados donde se ubicaba el refugio subterráneo en el que Hitler se suicidó. Lamentablemente, es común ver ‘regalos’ en este lugar.” Alguien le había dejado una rosa al difunto en el patio trasero de un monumento que honra la memoria de quienes sufrieron el Holocausto. Aún quedan mil muros en Berlín.

Piedras sobre piedras

En medio del campo se encontraba el patíbulo. Se formaba en una larga fila a los reclusos y se los ejecutaba a la vista de todos con el fin de amedrentarlos. Estas matanzas podían durar horas y los mismos prisioneros eran los encargados de la disposición final de los cadáveres en las fosas comunes. Cuando llegaban las fiestas de fin año, las SS montaban un árbol de Navidad en el patíbulo.

Ya nos habíamos acostumbrado al frío, habíamos tenido tiempo para caminar casi todo el campo en medio de esos silencios largos –la mayoría cargados de horror, pero también otros que fueron luminosos– y estábamos todos en ese ejercicio de tratar de explicarnos cómo pasó lo que pasó. Pero faltaba un último punto del recorrido: las barracas destinadas a enfermería y la sala de autopsias.

En unas mesas mortuorias de azulejos blancos, blanquísimos, se hacían experimentos médicos con los prisioneros. Entre otras pruebas: los nazis hacían procedimientos de esterilización y castraciones y exponían a los internos a los efectos del gas mostaza y el fosgeno para estudiar la evolución de los infectados y buscar curas… A los que lograban sobrevivir, los fusilaban. En ese momento de la visita se siente cómo se carga la conciencia y se complica incluso intentar explicarnos nuestras propias sensaciones. Y es que no hay manera, es una maldad innombrable. Y banal.

Lo que sí se comprende es por qué hacen falta espacios como Sachsenhausen: para seguir haciéndonos preguntas sobre la historia en los lugares donde ocurrió. Esa es una de las premisas del trabajo de mantenimiento y reestructuración del sitio, señalar esos espacios para hacer visible lo que denominan la “geometría del terror total”, una topografía precisa de las miserias de una sociedad, pero también un puerto para cambiarlas.

Por eso el Estado alemán definió que sea un lugar de recuerdo y conmemoración y diseñó un programa de estudios sobre la historia del campo, organiza viajes de estudio con tareas de restauración y también visitas guiadas para colegios, entre otras actividades. Podemos vernos reflejados en esos logros por preservar espacios como garantes de la memoria, como en el caso La Perla, aunque hay que subrayar que se ha denunciado un vaciamiento de estos complejos, como el caso de la Esma, y de políticas públicas relacionadas con verdad, memoria y justicia a partir de la llegada de Cambiemos al gobierno nacional.

Uno de los sobrevivientes de la masacre nazi dijo: “Es imposible comprender que de repente eres libre”. Sachsenhausen nos ayuda a comprender lo impenetrable de esa frase a partir de la experiencia de la memoria viva, así sea una memoria abrumada de infamias y de rosas que celebran el horror, o una con inimaginables gestos de vida y miles de historias de libertad.