Literatura

Roberto Videla. «Locro Patrio»

29-07-2016 / Lecturas
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Compartimos una de las muchas historias publicadas por el autor de «Dichas y quebrantos», «La intimidad» y «Perla», entre numerosos textos.


Roberto Videla. «Locro Patrio»

Invitación de Roberto.

Los invito a leer mi «Locro patrio». Es un divertimento que revela mi manera de mirar las pequeñas grandes cosas de la vida.

Gracias por la invitación a Marcelo López y Redacción 351, es un placer para mí.

Soy licenciado en cine, actor, director, dramaturgo, escritor. Enseño cine y teatro en la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Córdoba.

Fui integrante del Libre Teatro Libre –LTL–, de Psico/Cine, del grupo La Ciotola de Verona, Italia, del Proyecto Stanislavski en Pontedera, Italia. Fui director en Córdoba del Taller Teatral del IEC, de Bajamar, del grupo Fra Noi de Colonia Caroya, del Taller del Hospital Neuropsiquiátrico de Córdoba, de El Cuenco Teatro.

Reconozco como maestros a María Escudero, a mis compañeros del LTL, a Bonona Larrauri, Clara de Espeja, Marisa Fabbri, Rena Mirecka, Ryszard Cieslak. Estoy por publicar un libro que se llama «Maestros.Traiciones.»

Desde 2008 escribo y publico libros de, digamos, no ficción, inspirados en episodios de mi vida, y de mi gente cercana.

«Animales», mi primer libro, se publicó en 2008. «Todos los caminos» –2009–. «Luisa fruto extraño» –2009– , «Chispas» –2010–, «Copacabana» –2011–, «Toro Muerto» –2012– y «La piedra» –2013– se instalan en un borde impreciso entre realidad, autobiografía y ficción. Todos estos libros fueron publicados por Babel Editorial.

«Perla» -2014-, Llantodemudo Ediciones.

«La intimidad» -2015-, Editorial Mansalva.

«Dichas y quebrantos» -2016-, Borde Perdido Editora.

 

Locro Patrio

25 de mayo, Día de la Patria. Me despierto con bronca, no tengo dónde ir a comer locro con amigos, mejor dicho me revelo incapaz de hacer planes, además no me invita nadie. Mi hermano y su familia van a casa de amigos, se me fueron cayendo algunas posibilidades –remotas– y quedé varado en este día soleado, obligado a descongelar una milanesa. No, saldré, iré a algún restaurante, debe ser difícil conseguir lugar hoy, peleando entre tantas familias patrióticas, pero una mesa chica para una persona sola tal vez no sea imposible. Tendría que haber bares para algunos de los solos, con mesas pequeñitas con ruedas, que se puedan ubicar en cualquier rincón.

La patria es el otro… No. La patria es el locro.

Hay mucha gente dando vueltas, los restaurantes están repletos; en uno ofrecen guiso de lentejas, ¿será también comida patria? Vacilo pero sigo de largo, me digo que no hay lugar. Yo quiero locro, y empanadas, agrego, ya entusiasmado. Entro a dos, muy llenos, llego a otro, me suena familiar. Hay gente esperando, pero se me ocurre que pueden estar haciendo fila para llevar porciones, y es así. Hay una mesa justo para mí, y no tan chiquita, digamos normal. No puedo creerlo, todo empieza muy pero muy bien.

Hay sobre todo parejas jóvenes mixtas, pero dos por lo menos son gays. Adoptan una actitud seria, se hablan animadamente, sin gestos cariñosos, pero a esa hora de un día patrio no se puede ocultar nada. Se toma vino en botellitas o botellas, cerveza. Más vino que birra, para el locro viene mejor. Me trae el mozo una empanada, que está riquísima, y pienso en las que comí ayer en casa de mi amiga Carmen, que hace las mejores de Córdoba y nos sometió, felices, a un grupito de amigos, a que eligiéramos entre tres o cuatro variedades de discos, para decidir cuál es la masa más rica.

El mozo es diminuto y todo concentrado, de ojitos celestes duros, piel muy blanca y pelo muy negro tirado para arriba. Un Tom Cruise en chiquito. El culito muy duro y levantado en los pantalones negros. La abundancia de diminutivos es imperiosa por su menudez.

Hay personas que uno puede relacionar inmediatamente con algo sexual muy concreto: por ejemplo hay mujeres fálicas a las que se las ve compactas. Este muchacho, todo él,  parece erecto. Es un cazzetto, un pitito.

Me palmea el hombro, adopta un tono íntimo del que no consigo diferenciar si es coqueto o burocrático o eficiente, como debe ser el de cualquier mozo que esté conforme con su trabajo y quiera agradar a los comensales y de paso recibir una buena propina. Me atiende con premura, se inclina sobre la mesa, espía mi libro y me pregunta: ¿Qué está leiendo?

El vino tinto me hace rápido efecto, algo chispeante se eleva desde dentro y todo me causa gracia: familias con todos parecidos entre sí que suben hacia el piso de arriba, grupos de mujeres petisas también iguales, uno de los gay que parece el de Mi pobre angelito mientras que su pareja mal combinada es un moreno de lentes. Espío el celular, mi amor me mandó un video en el que un negro joven baila moviendo mucho la pelvis y su perro lo mira y hace exactamente lo que él: se zangolotea como un negro. Casi largo la carcajada de tanta gracia que me hace.

Me hace bien divertirme y olvidarme de que a mi amor mañana lo operan, no es algo grave pero nunca se sabe. No quiero pensar en eso, no, no quiero, aunque tengo un poco de tos que atribuyo a una solidaridad expresa en el cuerpo.

Mi mozo va de acá para allá muy rápido, como una foto movida, atento a todo con sus ojos radares: se mete en la computadora, controla pedidos, ordena cosas, descorcha, se muestra amable, charla con todo el mundo, etc. Hay mucha gente esperando su ración. De pronto se le cae una cuchara, la alza velocísimo y la mete en el contenedor junto a las otras, sin dejarla aparte, sin retirarla, sin mirar si alguien lo ha visto. Lo hace de un modo casi mecánico.

El locro está bueno, medio frío arriba –se ve que el plato esperó un tiempo en la cocina antes de que me lo trajera– pero bien calentito por dentro, o sea que se deja comer con gusto. Hay mucho sol afuera y yo sigo contento. Ya no me importa tanto estar solo, ser el único solo.

El mocito me sigue hablando, se para a mi lado y me dice cosas, como que sí, que hay mucho movimiento. Se apoya en el mostrador y le veo el grueso anillo de casado en la mano delgada, pálida. Yendo de aquí para allá se le cae otra cuchara y repite el procedimiento. Tal vez tenga razón en no apartar a las accidentadas: se le caen tantas que tendría que llevar todas al lavadero.

Me dice que hay flan de postre, le pregunto si tienen ensalada de frutas, hace un gesto cómplice, desparece por la escalera y segundos después con un velocísimo gesto de prestidigitador me deja un lindo vaso con una linda ensalada de fruta. Va a buscar y me trae una cuchara. No puedo menos que pensar en que debe ser una de las caídas. Me pregunta si todo anduvo bien, le digo que sí, me dice que se llama Emi. Pago, le dejo, claro, una buena propina, me voy, hasta pronto, me dice, ya desplegándose en mil acciones más.

Salgo contento, vuelvo a casa, en el camino me cruzo con otras familias de miembros iguales, como cortados por la misma tijera; una de ellas chancletea al unísono con zapatillas muy caras, son muy altos padre madre hijo, de cinturas gruesas. Romboidales. A media cuadra de casa un periodista joven que conozco de verlo en la tele avanza por la vereda hacia mí llevando un nene en brazos, de unos tres años, y una nenita de la mano, de unos cinco. Él les dice: Ahora estamos yendo a la casa de la mamá. Ella: ¿Y por qué vamos a la casa de la mami? Él: Porque hoy les toca pasar la tarde con la mamá.

Mi casa y mi gatita me esperan, tibias. Me acuesto para una siesta. Las vecinas del piso de arriba, a eso de las 16 hs., comienzan a reventar las puertas de su placard. Al menos sesenta veces -trato de contarlas pero es imposible-. Estarán haciendo limpieza general o saludando con salvas la gesta heroica. Viva la patria.