Con permiso

Nican Mopohua

8-12-2024 / Con Permiso, Lecturas
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Iba el buen Juan Diego, cristiano confeso pero indio chichimeca como su padre y su madre, caminando hacia Tlatelolco aquel 9 de diciembre bajo el rayo del sol, cuando se le apareció la Virgen María.


Nican Mopohua

Por Luciano Debanne.

Cuentan que allá por el año mil quinientos treinta y algo, iba camino a Tlatelolco el buen Cuauhtlatoatzin, que desde su bautismo cristiano se hacía llamar Juan Diego.

Así las cosas con el bautismo que lo había hecho dejar de lado su nombre en lengua náhuatl, y con el nombre seguramente varias cosas más. Pero esa no es la historia que les quería contar.

Iba el buen Juan Diego, cristiano confeso pero indio chichimeca como su padre y su madre, caminando hacia Tlatelolco aquel 9 de diciembre bajo el rayo del sol. Cuentan que fue entonces cuando se le apareció la Virgen María en toda su gracia, ahí nomás en medio del camino, nadie más que ellos dos.
Que le pida al obispo, le encargó la Virgen a Juan Diego, que le pida al señor obispo de parte suya que mande construir una iglesia ahí mismito.
Va Juan Diego con el recado.
Que dice la Virgen que mande construir una iglesia, allá por Tepeyac, cuentan que le dijo Juan Diego al obispo franciscano Juan de Zumárraga. El obispo que es hombre de fe, pero no de fe en el indio Juan Diego, descarta el pedido así sin más.
Va entonces que ese mismo día se le vuelve a aparecer la Virgen al bueno de Juan Diego. Juan Diego le explica lo sucedido a la Virgen como un niño le explica a su madre. Y la virgen, imagino yo, con un maternal gesto de fastidio, lo manda a que insista: «dígale que digo yo» le habrá dicho subiendo un poco la voz.
Al otro día vuelve Juan Diego a con el obispo; y el obispo, quizás también con fastidio, quizás con la templanza de quien tiene por oficio tratar con la gente y al mismo tiempo con la eternidad, quizás con paternal practicidad le pide a Juan Diego que le traiga pruebas: «Tráigame pruebas de que usted habla con la Virgen.»
Curioso como la iglesia pide pruebas a veces, y las denosta otras. Pero no era de eso que les quería hablar. Porque resulta que ese mismo día, nuevamente, se le aparece la Virgen al buen Juan Diego.
«¿Y…?» Le habrá dicho. «Que el padrecito señor obispo me pide pruebas», habrá contestado Juan Diego. Capaz encogiéndose de hombros y casi señalándolo como una obviedad, siendo el tan chichimeca, el obispo tan obispo, vasco y español; y todo eso en el México del mil quinientos y pico.
«Venga mañana y le doy las pruebas» cuentan que le dijo la Virgen, vaya uno a saber por qué, capaz ese día no podía.
Al día siguiente, y acá la historia se pone interesante, Juan Diego se encuentra con que su tío Juan Bernardino está enfermo. Estaba grave parece. Cuestión que lo mandan a Juan Diego a buscar un confesor porque estaban todos seguros que el tío Bernardino se iba a morir.
Entonces Juan Diego, hay que ver, decide no pasar por Tepeyac… Para no cruzarse con la Virgen… ¡No vaya ser que lo tenga de mandadero y no pueda ir a por el confesor! Estaba medio cansado Juan Diego de andar de acá para allá a cuenta de otros, parece.
La cosa es que agarra por otro camino más largo, para esquivar a la santa madre (quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra).
Pero, ya sabemos, hay cosas difíciles de esquivar. Así que ahí, en medio del camino alternativo, pum, se le aparece la Virgen de nuevo. El gesto de Juan Diego debe haber sido digno de ver y registrar.
La Virgen se pone a sermonear al buen Juan Diego. Mitad de consuelo por el tío, mitad de reto, que pum, que pam, y al final le dice que listo, que no se preocupe porque su tío ya se curó. Y que ahora hay que encargarse del tema de la iglesia, que ya va para cuatro días todo este asunto.
Entonces Juan Diego le recuerda que el obispo le pide pruebas, y la Virgen le dice que si quiere pruebas se las va a dar, qué tanto. Y lo manda a subir a la montaña y buscar ahí unas flores. Vaya a saber porque arriba de la montaña y no ahí al ladito nomás.
Un frío y una aridez hacía aquel diciembre en la cumbre del cerro de Tepeyac, y sin embargo Juan Diego encuentra varias flores. Entre ellas milagrosamente unas rosas de Castilla, que nadie se explica que podían hacer en ese lugar.
Las envuelve en la tilma con la que se cubría el cuerpo, y se va directo para donde el obispo. Al llegar despliega la tilma, caen las flores al suelo, y en su pobre tilma chichimeca, impresa indeleble y con olor a rosas, aparece la imagen de la Virgen de Guadalupe.

Y con ella la prueba de que Cuauhtlatoatzin, un hijo de los pueblos chichimecas, es portador de verdad y santidad.

Todo eso se cuenta en los altarcitos populares de México, y también en el Nican mopohua, escrito con letras españolas, pero en lengua náhuatl.

Y, para quien quiera verla, está la tilma colgada en la Basílica de Guadalupe, construida finalmente ahí donde la virgen la mandó emplazar.