Por Mario Díaz.
Cuenta Daniel Moyano en su libro “Un silencio de Corchea”, que el Anthropus pampeanus (tataratataratataratatarabuelo de los que vivimos por estos pagos) fue descubierto por Florentino Ameghino y que, según dice el propio arqueólogo, era un rebelde sin causa y una oportunidad perdida.
Le gustaba salir muy temprano de su casa (unas paredes sin techo que le servían de guarida) y entretenerse todo lo que pudiese hasta bien pasado el mediodía, hora en que buscaba algo de comer y se lo llevaba a la Anthropa y a los anthropitos.
Jamás iba al lugar en donde los demás practicaban el uso del dedo pulgar, a él le gustaba vagar y saltar. Saltaba no sólo para jugar sino para no pisar determinados lugares, especialmente aquellos donde por azar caía el tejo que siempre llevaba consigo.
A veces cantaba lo que le saliese de adentro y le sonase bien. Le gustaba distraerse y de responsabilidades, ni hablar.
El citado Ameghino, que lo descubrió miles de años después junto a su tejo, publicó una teoría sobre el origen americano del hombre. Los naturalistas europeos pusieron el grito en el cielo y le restregaron por la cara el curriculum del “Pitecanthropus”, que era inteligente y trabajador, maestro en el uso del pulgar y que además no andaba jugando al tejo.
Lo cierto es que nuestro antepasado de condición más “Ludens” que “Sapiens” tenía tiempo para jugar y para soñar unos hermosos sueños en colores que estaban al otro lado del tiempo pero muy cerca de allí y que nadie podía o quería ver.