Santuario Los caleritos

Detrás de los aullidos

5-06-2016 / Palabras Pesadas, Política y Sociedad
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Ana María Barranco lleva adelante el «Santuario Los Caleritos», un predio que da cobijo a ciento cuarenta perros. Con lucha y perseverancia este espacio se mantiene como un hogar permanente para animales rescatados de la indiferencia humana.


Detrás de los aullidos

Por Tefi Nosti.

Hace siete años que Ana se acuesta a las 4 de la mañana. La jornada de trabajo en el santuario no es tarea sencilla. Cada uno de los animales tiene una particularidad y requiere un cuidado específico. Los más viejos deben tomar remedios para el corazón, hay catorce que tienen problemas de la piel y otros catorce que sufren de epilepsia. Antes de poder irse a dormir, Ana y sus hijos deben medicarlos, alimentarlos en tandas, acomodarlos en distintos espacios para su descanso y dejar en orden el inmenso predio del que disponen.

“Dime con quién andas y te diré quién eres.” ¿Cómo se aplica a una mujer que hace años anda con ciento cuarenta perros? Ana es feroz, carga las bolsas de 15 kilos de alimento como si fueran de supermercado. Esta mujer es de esas que te miran sin broma, con simpleza y humildad, pero con fuerza. “Yo no bajo los brazos así nomas, soy muy porfiada”.

El origen del Santuario Los Caleritos tuvo lugar en 2009. Por aquel entonces, Ana vivía la pérdida de su hogar, su auto y todas sus pertenencias. Un conflicto de su anterior pareja hizo que su vida se modificara rotundamente, perdiendo todo lo que había logrado conseguir. Teniendo veinte perros de los cuales hacerse cargo y sin nadie que quisiera recibirla con todos ellos, decidió mudarse temporalmente a un camping.

Tras instalarse en lo de su madre en La Calera, comenzó a colaborar en el refugio municipal para hacer algo que la ayudara a “pasar ese mal rato”. Pero ese mal rato estaba apenas comenzando. La Municipalidad de Calera le ofreció trasladar el antiguo refugio a su actual predio, con la condición de que ella permaneciera allí para hacerse cargo. “Entonces me vine y trajimos a los otros perros. Ahí empezó todo, empezó el martirio: la gente comenzó a tirarme perros, a preguntarme la dirección. En un abrir y cerrar de ojos había 120 perros”.

Durante dos años la Municipalidad se hizo responsable del alimento. Después, nada, el olvido. “No querían ayudarme más, así de simple, porque ellos querían sacar los perros a cualquier costa de acá. Menos perros, más espacio. Yo decidí que los perros no saldrían de acá así nomás. Que se darían en adopción responsable”. Así es como comenzó a ser la gestora de su propio espacio, con la colaboración de voluntarios esporádicos que la ayudaban a buscar el Paicor brindados por algunos colegios de la zona y con donaciones de alimentos y remedios.

“Yo salgo a rescatar animales, no me importa la hora. Salgo a las 4 o 5 de la mañana, es la vida del rescatista, muy triste a veces, muy solitaria, pero es mi vida y soy feliz”.

Ana es una de aquellas pocas personas que hace lo que nadie quiere: ocuparse de lo que es de todos. Estos animales olvidados, rescatados de golpes, de desnutrición, de la desdicha, de la violencia ejercida no por otros de los suyos, sino por seres humanos, tienen gracias a Ana un hogar, donde vivir felizmente y morir con dignidad.

Bajo la premisa arraigada de la propiedad privada, pareciera que todo lo que es nuestro es aquello que está en nuestra capacidad de ser adquirido. Pero la vida que construimos en este territorio común también tiene dolencias y alegrías, tiene formas de existir que sólo pueden ser plenas con nuestra labor cotidiana y desinteresada, en nuestro hacer altruista por edificar el bien común.

Es necesario alzar la voz por aquellos que no pueden hacerlo y tomar consciencia de que, como dice Ana: “un animal es un ser vivo, tiene vida y siente. Y le duele lo mismo que nos duele a nosotros, pero ellos no pueden hablar”.

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