Teatro

No seré feliz pero tengo pileta

21-02-2018 / Agenda, Teatro
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La obra de teatro “Cloro”, escrita y dirigida por Marcelo Massa, con actuaciones de Analía Juan, Estefanía Moyano y Gastón Palermo, se presenta los viernes y sábados de febrero y marzo en el Cineclub Municipal. No la dejes pasar.


No seré feliz pero tengo pileta

Por Romina Scocozza.

Fotos: Azul Cooper.

En el corazón de Nueva Córdoba hay una casa. En esa casa funciona un cineclub. Hay un bar, hay escaleras y también espectros que deambulan por ahí, atrapados en la mística que quedó fijada con las letras de Daniel Salzano.

También hay un patio, en el fondo de la casona, que ha sido utilizado en varias ocasiones como escenario de espectáculos teatrales. Basta recordar el suceso que fue la presentación de Fahrenheit (idea de Salzano sobre la novela de Bradbury), con sus mujeres y hombres libro, homenajeando a la literatura universal frente a más de doscientas almas atónitas, reunidas alrededor de fogones en ese patio.

El propio Salzano encontró en esa casa su propio homenaje y ese patio fue también un espacio destacado en aquel espectáculo poético teatral («No habrá ninguna historia igual, no habrá ninguna. Un recorrido por el corazón de Daniel Salzano”, con dirección de Marcelo Massa, 2016).

En esta oportunidad el mismo director, Marcelo Massa, nos presenta un desafío mayor. La propuesta de «Cloro» consiste en ir un poco más adentro, a un segundo patio, cuya existencia es desconocida para la gran mayoría de los asistentes asiduos al cineclub e inimaginable para el resto de la ciudad.

Es un patio pequeño, en el que no entran más de cuarenta personas y que se convierte en el rincón de una casa de familia, de familia de barrio, en donde conviven Mía (Estefanía Moyano) y Ringo (Gastón Palermo), una pareja que recibe la visita de Yoko (Analía Juan), hermana de la primera.

La particularidad de ese pequeño patio interno, cuyo cielo está cubierto de árboles y edificios, es la pileta que lo abarca y ocupa casi por completo. 

La historia está basada en la obra de teatro «Un tranvía llamado deseo», escrita por Tennessee Williams y presentada por primera vez en Estados Unidos, en 1947, plena posguerra. El original narra el encuentro entre Blanche Dubois (Yoko) con Stella (Mía) y su esposo Stanley Kowalski (Ringo). La visita de Blanche parece no tener una duración establecida y de entrada no están claros los motivos que la llevan a instalarse, primero, y a permanecer, después, en un lugar que le resulta repugnante. No tardan en aparecer fricciones con su cuñado, que rápidamente trasuntan en un abierto enfrentamiento entre dos temperamentos personales y culturales inconciliables. Hasta ahí, la obra original.

Las referencias de «Cloro» a «Un Tranvía llamado deseo» no alcanzan para decir que se trata de una versión de la obra maestra de Tennessee Williams. Ni siquiera, en opinión de esta humilde cronista, de una versión libre. «Cloro» es una obra nueva que funciona perfectamente tanto para el espectador entendido como para aquél que no tenga la más pálida idea de que alguna vez existió un escritor que vivía en Nueva Orleans y que puso a la sociedad  patas para arriba hablando abiertamente en un escenario de sexo, clasismo, xenofobia, violencia doméstica, homosexualidad y tantos otros tabúes. La dramaturgia encuentra en este punto su gran acierto.

Los anzuelos locales que Marcelo Massa va sembrando, casi al pasar, casi con disimulo, logran atrapar al espectador en un juego donde la familiaridad del lenguaje, como recurso eficaz de identificación, se tornará tan insoportable como imposible de sortear. En este sentido, el ritmo de la obra resulta atinado porque va dando tiempo a que el drama crezca en ese patio con pileta tal como crece en la vida de cada uno de quienes miramos, oímos y experimentamos, aun involuntariamente, los dramas ajenos y propios.

Las tragedias vitales no son todas abruptas ni detonan por combustión espontánea. La gran mayoría de los infiernos personales, familiares y sociales son pacientemente construidos, en el devenir cotidiano, en el encierro de cuatro paredes que siempre fueron demasiado opacas.

Las actuaciones son sólidas, los ojos de Analía Juan (Yoko), la voz de Estefanía Moyano (Mía) y el despliegue físico de Gastón Palermo (Ringo) conforman una tríada de sentidos que funciona con equilibrio y soltura, sin que los eventuales dúos (por alianza o por conflicto) desarmen un dispositivo actoral que sólo puede mantenerse en pie con tres puntos de apoyo.

El vestuario y la escenografía no apelan a los artificios teatrales tradicionales y a plena luz del día las imágenes de lo ordinario se vuelven cinematográficas. Todas las posibilidades que el espacio ofrece son aprovechadas, incluso los ruidos que llegan desde los departamentos vecinos, ladridos, bocinazos. Todo ocurre a plena luz, a la vista de quien se asome. Tal vez, como en «La carta robada» de Poe, la mejor manera de volver algo invisible es dejarlo ahí, donde se encuentre, a plena luz, a la vista de quien se asome. Así actúa el hechizo, con los objetos, pero también con las personas.

El relato no sigue una estructura lineal sino que avanza, retrocede y se cierra sobre sí mismo sin obstaculizar por ello la comprensión del drama. La música constituye otro acierto de esta puesta ya que actualiza la historia de modo natural y posibilita momentos de hilaridad que ayudan al público a transitar un camino pensado desde la claustrofobia como efecto inevitable.

Yoko tararea “Je veux” de Zaz, y esa letra, que la sociedad consumista actual ha tomado como himno, deja en evidencia las contradicciones más profundas de esa mujer niña que no logra superar el pasado y no acierta, porque no puede, porque no quiere, a armonizar, ni en su cabeza ni en su corazón, su mundo interior con la cruda realidad que la lleva por delante. Mía canta “Malo” de Bebe y este otro himno de empoderamiento femenino adquiere un significado profundo entonado en los labios de la mujer violentada. Mia y Yoko bailan la canción más famosa de Britney Spears. Todos tenemos un pasado que nos avergüenza pero a pesar de todo nos une. Ringo, ese policía primitivo, espécimen bien cordobés (no inmigrante, venido de las bajas Europas como Kowalski sino autóctono, de acá a la vuelta nomás) activa el celular y baila. Y uno ve ese cuerpo rígido moviéndose al ritmo de una melodía que no se oye del todo. Los hombres también bailan, cuando nadie los ve, al ritmo de una música que a veces ni siquiera ellos logran escuchar.

El cloro es un elemento químico que se encuentra en la naturaleza y resulta esencial para muchas formas de vida.  La metáfora está ahí, ostensible, a la vista de quien quiera realmente ver. El agua como elemento purificador, que lava, que limpia, que ofrece una redención física. Pero cuidado, no es agua común, agua corriente, agua bendita. Es agua con cloro, agua de pileta, agua estancada. Agua urbana. Agua que no puede tomarse porque envenena el cuerpo. La metáfora se transfigura. Para sobrevivir todos necesitamos agua. Para sobrevivir a las lógicas urbanas, todas y todos necesitamos eso: agua con cloro. Pero no tanta. Cada uno debe encontrar su dosis justa. Unas gotas demás pueden resultar fatales.

El final también es una sorpresa. ¿Llegará la desmesura que los corazones anticipan? A menudo, las posibilidades de la existencia no dan lugar a finales dignos de ser transmitidos por los cíclopes de cristal. Ahí, con los celulares apagados, sigue sonando Zaz, la tarde termina.

La historia también.

O quizás no.

Agendá:

«Cloro» – Obra teatral, versión libre de “Un tranvía llamado deseo”, de Tennessee Williams.

Dramaturgia y dirección: Marcelo Massa.

Actuación: Analía Juan, Estefanía Moyano, Gastón Palermo.

Fotografía y gráfica: Azul Cooper.

Febrero: Viernes 23 y sábado 24 – 18 horas. 

Marzo: Viernes 2, 9 y 16 – Sábados 3, 10 y 17 – 17 horas.

Cineclub Municipal – San Juan 49.

Entrada general $ 150 – Estudiantes y jubilados: $120 – Socios: $ 100.

Boletería abierta una hora antes de cada función.

Reservas en Fanpage – Por lluvia se reprograman las funciones.