Menos Mitos

Una pelela bien guardada

14-06-2016 / Lecturas, Menos Mitos
Etiquetas: ,

Receta valerosa para consolar maniáticos depresivos desde un programa de radio en plena madrugada.


Una pelela bien guardada

Por Juan Fragueiro.

Noche cerrada en la Córdobadicta de los ’90, principiando… La Pelela de la Pulga era el programa de la trasnoche que hacía mayores records de audiencia. Eramos sólo cuatro escupiendo verdades y morfando pebetes de salame a la madrugada. No teníamos el vuelo intelectual de Percy Llanos ni la cadencia de Bejar Tapia, dos locutores renombrados en el éter cordobés, pero las intervenciones ácidas nos salían bastante bien, tan bien que terminamos echados por los tres poderes del estado provincial y arzobispal, aunque eso es otro asunto.

Después de la apertura del programa, las llamadas de los oyentes entraban, sin chequear, directamente al aire. El muchacho que pedía que le diéramos suerte porque salía a laburar a las 3 de la mañana, y para dar fe de ello amartillaba su revólver en el teléfono; las enfermeras del Hospital de Clínicas armando puterío entre la Yoli y la Chichi, que andaban en amores con un médico de Terapia; los taxistas que deambulaban por el centro y para despertarse votaban por los enganchados de la Pelela; los obreros de Palmar o Renault que estaban produciendo y se tomaban veinte segundos para pensar cuando terminaban nuestras piezas declamatorias contra el presidente, contra el Pene Parlanchín o contra el Primo Cabezas; los que aportaban datos fidedignos cuando aparecían los Defensores de Causas Perdidas, porque decían ser parientes de Rodolfo Bafometo o ex amantes de Amanita Muscaria…

Hasta que una madrugada delirante, con la adrenalina supurando, una llamada que aún hoy, a más de 26 años, me despierta y me obligaba a rebotarme tabaco y soda con Minerva.

Pelela: Hola.

Oyente: (con voz enwiskeada) Sabés que te escucho todas las noches… Y vengo pensando cómo decírtelo…

Pelela: Largue nomás. Pa’ eso estamos.

Oyente: Mirá, yo dudaba porque ando medio depre, porque nada me sale bien, porque mi vieja es una mierda…

Pelela: (para darle aire) Ajam.

Oyente: Mi viejo fue una mierda, mis novios son una mierda… La vida es…

Pelela: (interrumpiendo) Una mierda.

Oyente: Sí, la vida es una mierda… Tu programa es una mierda… ¡Vos sos una mierda!

Pelela: La igualdad de los contrarios, dale que vas bien.

Oyente: Te reís boludo, pero ante tanta mierda capaz que me tomo el último wisky y me pego un tiro.

Pelela: Tenés razón, es lo más sano que podés hacer. Pegate un tiro y mañana avisanos cómo te fue.

Fin de la llamada. En la radio, todos mirándome. Me temblaban las manos, sudaba, estaba pasado y nervioso. “¿Cómo se te ocurre contestarle así? ¿Y si la mina se pega un tiro?” Bue, nos enteraremos mañana… A los diez minutos pido el teléfono de la oyente. “¿Y cómo querés que lo sepa si no tenemos registro de llamadas y vos no querés que las chequeemos?”

Creo que fue un fin de semana. La voz de la oyente me pegaba de noche. “Me tomo el último wisky y me pego un tiro.” Mierda, me repetía, mierda… Los próximos seis días llegaba a la radio y preguntaba si había llamado de nuevo; al irme, a las seis de la madrugada, volvía a preguntar: “Saporito, ¿no llamó la de la mierda?”

Una noche, leo a Oliverio Girondo y después a Cortázar… Tengo los textos en una carpeta:

Girondo: «Que los ruidos te perforen los dientes, como una lima de dentista, y la memoria se te llene de herrumbre, de olores descompuestos y de palabras rotas. Que te crezca, en cada uno de los poros, una pata de araña; que sólo puedas alimentarte de barajas usadas y que el sueño te reduzca, como una aplanadora, al espesor de tu retrato. Que al salir a la calle, hasta los faroles te corran a patadas; que un fanatismo irresistible te obligue a prosternarte ante los tachos de basura y que todos los habitantes de la ciudad te confundan con un meadero. Que cuando quieras decir: “Mi amor”, digas: “Pescado frito”; que tus manos intenten estrangularte a cada rato, y que en vez de tirar el cigarrillo, seas tú el que te arrojes en las salivaderas. Que tu mujer te engañe hasta con los buzones; que al acostarse junto a ti, se metamorfosee en sanguijuela, y que después de parir un cuervo, alumbre una llave inglesa. Que tu familia se divierta en deformarte el esqueleto, para que los espejos, al mirarte, se suiciden de repugnancia; que tu único entretenimiento consista en instalarte en la sala de espera de los dentistas, disfrazado de cocodrilo, y que te enamores, tan locamente, de una caja de hierro, que no puedas dejar, ni un solo instante, de lamerle la cerradura.»

Capítulo 68 de Rayuela: «Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.»

Casi al final del programa, Saporito me informa que me esperan un sacerdote que dice ser capuchino y una mujer joven… El sacerdote me dice que conoce a unos primos de mi viejo, unos Fragueiro buenos católicos, y seguramente del Opus, no como yo, y me presenta a su acompañante: Cristina, ¡¡¡la del último whisky y el tiro!!! Cuando llamó al programa estaba en una crisis depresiva y por esas cosas del destino se encontró con un demiurgo que en lugar de intentar consolarla, la apoyaba en su decisión temeraria y mentirosa…

Conclusión: la había salvado, dejó la bebida y se dedicó a tiempo completo con su confesor personal. Mujer heredera de alguna sagrada familia cordobesa. Nunca le pregunté por qué escuchaba La Pelela de la Pulga, y tampoco se lo preguntaría ahora…

Cuando recuerdo esa situación, el olor a whisky y a cuarenta Parisiennes me hacen irrespirables mis madrugadas.