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Los Defensores de Causas Perdidas. Capítulos 1 y 2.

8-08-2016 / Lecturas, Menos Mitos
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Luego de su introducción, publicada la semana pasada, compartimos los primeros fragmentos de una novela que supo esperar el momento menos aleatorio entre décadas de imprevistos probables y azares extemporáneos.


Los Defensores de Causas Perdidas. Capítulos 1 y 2.

Por Juan Fragueiro.

Capítulo 1

Cómo asumir una postura anti-ecléctica.

Deberíamos acostumbrarnos a perder. Pero, por obra y gracia de la fortuna, o mejor dicho por los restos de ella, siempre terminamos perdiéndola de vista. La inmensa cantidad de perdedores anónimos nos hace sospechar que de cada cinco personas encuestadas, diez han perdido algo en el transcurso de su vida. Algunos explican que esto sucede porque sin perdedores no habría ganadores. Entonces para que unos ganen, otros pierden y viceversa. Ejemplos: a fulanito le gusta la misma mujer que a sultanito. Pero la menganita está enamorada de perenganito, quien a su vez ama desaforadamente a merenganita, la que llora y sueña por fulanito. El desencuentro.

Nadie ama a quien dice amar sino a quien se deja amar por el que dice que ama.

No sólo de amor son las historias de perdedores, aunque éste sea el campo más fértil en el tema. Tenemos sabios que jamás superaron la mesa de un bar porque los ignorantes académicos dictan charlas filosofales merced a un espurio título habilitante… Nadie puede asegurar, sin más ni más, quién es el responsable de este laberinto llamado vida, pero seguramente si no se perdió en la Dimensión Desconocida, debe estar tratando de recuperar su risa perdida para festejar nuestros desaciertos. Después de todo, de no existir los perdedores, otros no tendrían motivos para alegrarse, porque nadie ganaría. Y mucho menos para llorar, con lo cual la risa y el llanto estarían irremediablemente perdidos.

Claro que esto en resumen es una pavada que pocos escucharían.

El antropólogo alemán Zain Otto Neugebauer, neo-modernista y autodidacta, incomprendido y solitario defensor de su propia teoría acerca del eslabón perdido y del nacimiento de la humanidad, dijo hace poco en una charla de café que contaba con mi ignorante presencia:

-Mi postura es antiecléctica. No quiero formarme una opinión de las opiniones de otros autores eclécticos; por lo tanto considero que a esta altura del partido, la búsqueda del eslabón perdido es una causa perdida.

Dicho esto se bebió de un trago el baloncito de cerveza, esperando el aplauso de la concurrencia que, lamentablemente, no llegó por estar perdido quizá en los vericuetos del incierto «¿qué dijo?». Así que debió guardarse su sonrisa en las intimidades de la siesta. Los presentes aguardábamos idiotamente alguna conclusión, pero el antropólogo alemán se fue antes de sentir el desvanecimiento de su propia vergüenza. Luego de tres meses, seguimos buscándolo para explicarle que nadie sabía jota de alemán y además, para que abone su consumición.

Mientras tanto, el Maestro Arcano Ouroboros fue más allá:

-Esta generación no ha comprendido que sin las grandes pérdidas no hubiéramos cosechado tantos pequeños triunfos. Si Luisito Beethoven no hubiese perdido su oído seguramente jamás habría compuesto la música de los dioses que lleva su firma. Si Freddy Nietzsche no hubiera perdido su cordura en los pasillos de la promiscuidad, la lujuria y el opio (no precisamente el «de los pueblos»), su obra filosófica hoy no sería más que una anécdota entre las hojas del antiguo amor a la sabiduría y las colecciones de Corín Tellado. Unos pasos más acá, Jorge Luis Borges, de no haber perdido el don de la vista, es casi seguro que hubiera emigrado a un país menos feo que éste y no hubiese perdido tantas veces el premio Nobel, accidente que lo hizo más famoso que todos los Nobel juntos.

Sí. Algunos Defensores de Causas Perdidas hablan tan confusamente que nadie entiende pío. A veces porque perdieron el secreto de la sencillez; otras veces porque carecen de palabras, ya perdidas, entonces sólo vemos cómo mueven los labios en ritos silenciosos.

 

Capítulo 2

Los Defensores de Causas Perdidas identificándose con los seres hiper-bóreos.

Entre las múltiples especulaciones acerca de la Creación Universal que logran concebir los Defensores de Causas Perdidas, se destaca una cuyo origen se remonta a una típica discusión de mesa de café. En ella se expone que «los rayos cósmicos, escapados del laboratorio de un científico loco, bombardearon el magnetismo terráqueo invadiendo la luminosidad de los satélites propulsados a GNC y alcohol de quemar». Esta teoría fue brillantemente expuesta por el buscador de Dios en los pensamientos del hombre, Woody Allen. Hay muchas otras, todas niegan la existencia de una mano de obra superior. Para los Defensores de Causas Perdidas, en la Creación no hubo capataz.

Sobre estos estudios perdidos en la somnolencia de una biblioteca tartamuda, el Papa Juan XXII dijo, en el siglo catorce, que pertenecían a quienes «hacen gala por falta de luz natural y total dominio de la luz de los locos. Cuando no encuentran la verdad, la inventan. Se atribuyen un poder que no tienen y finalmente discursean con disfraces engañosos».

Con semejante rudeza, el Papa se refirió a los primeros Defensores de Causas Perdidas. El Maestro Universal Arcano Ouroboros, antes de caer en un estado de semi-inconciencia fetal, declaró en rueda de prensa:

-Previo a la llegada de la cibernética, los Defensores de Causas Perdidas supimos ser una importante fuerza política a la que acudían hombres de todo el mundo en busca de consejo y sabiduría, cuando recaía sobre ellos la responsabilidad de conducir imperios o simplemente pueblos.

Perdida su voz tras la emoción de la arenga, los tres asistentes a la susodicha rueda de prensa nos fuimos desconsolados, sin siquiera soplar las velitas. Llevábamos con nosotros unos libelos escritos por el Maestro cuyo texto es el siguiente:

Sócrates, antes de beberse la cicuta de un trago, perdido por su amor hacia Platón, fue el presidente de los Defensores de Causas Perdidas en la sede griega. El filósofo interrogaba a sus jueces, defendiéndose a sí mismo con una vehemencia y convicción tales que acabó bebiéndose el veneno. Pocos o muchos años después, el máximo sitio fue ocupado por un alemán: Federico Nietzsche. Se trepó, literal y metafóricamente hablando, al sillón averiado de la cultura. Si algún rastro quedaba del Dios cristiano, el germano lo finiquitó. De tal manera logró, con su alma y corazón libres de prejuicios, más su mente repleta de virus demenciales, convocar a numerosos adeptos a las causas perdidas, sus causas, nuestras causas.

Cinco eran las personas que lo seguían incondicionalmente. Uno de ellos, tal vez el más lúcido, le escribió un día: «Freddy, he descubierto la eternidad. Es el mar mezclado con el sol». Los Defensores de Causas Perdidas estuvieron de acuerdo en buscar la ansiada perpetuidad y se lanzaron al mar. Sin que todavía éste los tragara y el sol los incinerara, Nietzsche y Wagner sostuvieron este diálogo:

-Los hombres malos no tienen música -dijo Wagner mientras le daba coces a la mar.

-Entonces, ¿cómo es que los sacerdotes la tienen? -apuntó irónicamente Nietzsche antes de ser tragado por una ameba gigante.

Cuando el filósofo y el compositor terminaron de hundirse, apareció la bella Lou Andreas Salomé, quien dijo:

-Cuando pisas un gusano, éste se retuerce. Haciéndolo, disminuye las posibilidades de volver a ser pisado. Moralmente, esto es prevención; humanamente, sólo basura.

Dionisos se montó en las nalgas de la intrigante amante. El mar se los tragó mientras llegaban al orgasmo y de esa unión sobrevivió el pequeño Gargantúa, quien continuó con las obras e ideas de los Defensores de Causas Perdidas…

Según el relato de media página anexada a este folletín, cuando Vincent Van Gogh pintaba la bragueta de Gargantúa, absorbió el pomo de pintura Alba y murió intoxicado. Este pintor, autor de casi 900 obras y que sólo vendió una al precio de medio centavo de dólar, marchó al otro mundo escuchando las admoniciones de su hermano mayor, envuelto en el sopor del aroma narcotizante de Paul Gauguin. En sus canales auditivos resonaba el latiguillo del «trabaja o morirás de hambre». Pero él, defendiendo su propia causa perdida, acabó por cortarse la oreja. Cuando iba camino al correo -que acababa de levantar su última huelga-, dispuesto a despachársela a su hermano Theo, le confesó a una golondrina:

-Arriesgo mi vida y lo poco que queda de cuerdo en ella para defender mi amor por el arte y la pintura.

Luego se disparó en el pecho.

Las causas perdidas carecen de memoria, son rencorosas pero no vengativas. La esencia del recuerdo en ellas es efímera. Cuando una causa perdida, cualquiera, sea recordada, ya no existirán los Sócrates para educar el ocio, ni los Wagner para musicalizar la tragedia, ni los Nietzsche para negar divinidades, ni la bella Salomé para copular con los dioses y engendrar bestias anorgásmicas, ni los Van Gogh para pintar las últimas imágenes del Apocalipsis.

Si los Defensores de Causas Perdidas se pierden en el inmenso desconcierto de la intranquilidad, no será suficiente ningún estado de sitio, por universal que sea, para lograr el retorno a la calma.

Siempre es bueno mantener la calma quieta.