Menos Mitos

Los Defensores de Causas Perdidas. Capítulo 11

19-02-2017 / Lecturas, Menos Mitos
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A lo largo del segundo semestre de 2016 compartimos los primeros diez capítulos de una historia generosa en placeres chúcaros y amables desengaños. Luego de un inmerecido descanso, la trama continúa.


Los Defensores de Causas Perdidas. Capítulo 11

Por Juan Fragueiro.

Capítulo 11

Orígenes de Amanita Muscaria, primera defensora de causas perdidas. 

Usando y abusando de su condición de mujer, ingresó a la Fundación para el Fracaso de la mano, o mejor dicho de los sexos, de todos los miembros co-fundadores. En ella todo es sexo. Toda ella es una obsesión ninfómana que se pasea de un extremo romántico a otro prosaico. Cuando se la tiene frente a uno, no se sabe cuál extremo tomar.
Es una mujer abierta al diálogo y otras menudencias, que no le hace asco al infortunio. Bucear, en pleno sentido metafórico, por la infancia de la susodicha es una aventura de la cual sacaría provecho hasta el mismo Jacques Cousteau. Para algunos, de niña fue «tierna muñequita sumisa», aunque cuando se enfurecía adoptaba «la enervadura de una tigresa en celo», dicho esto por su propio padre.

Desde pequeña se interesó por los devenires trascendentales de la vida animal: «¿Por qué cantan las cigarras?», dicen que preguntó cuando soltó el chupete a los quince meses más sus primeros tres años y pico. Se entretenía jugando en los jardines de verano, tratando de dar caza a uno de esos bichitos de fábula, para estudiarlo a fondo. Sin embargo, jamás encontró la guitarra aquella sobre la que le habían hablado en su cuna de bronce y telgopor. Tampoco supo si las maderitas que un vecinito le prometió enseñarle en el baldío de la esquina, fueron tales en realidad o sólo configuraron un pretexto para llevarla a ese sitio.

Amanita nunca fue una mujer quieta. Siempre andaba perdida en los murallones de su casona en barrio Urca, cerca de la frontera con una villa de emergencia. Su anhelo era viajar; de ahí su enorme admiración por la Hormiguita Viajera (además de una cierta identificación racial).

Una siesta de verano, mientras desculaba hormigas y bichos bolitas, de atrás de un cactus nacional apareció su tía, flaca y huesuda, vestida de blanco y con una escoba en la mano. A la niña se le encendieron los pómulos y con voz de bebita emborrachada en leche materna preguntó:

-¿Quén zoz?
-Tu tía… Ña Salustia -respondió la vieja luego de aspirar mucho aire.
-Dezime tonze, ¿pod qué cantan las cigadas?
-No bobita, las cigarras no cantan. Frotan dos maderitas que llevan adheridas en sus espaldas y cuando la bisagra se quiebra hacen «cric-cric».
-Andá cagá, veja bulula. ¡Eso son los gilloz!

Amanita aprendió a ser adulta antes de tiempo. Se pasaba horas frente al televisor (que aún no funcionaba) atisbando al otro lado del tubo, soñando eróticamente con sus primos a los que mareaba con silogismos y acertijos. Gracias a esta habilidad fue invitada una tarde por el maestro de su grado para que dictara clases en un bachillerato de adultos.

Una mañana, del cielo gris plomizo comenzó a caer granizo. A medida que las piedritas se aproximaban a la tierra iban creciendo, en tamaño y velocidad. Amanita, mala como la hierba mala, recordó que su tía Ña Salustia andaba por el jardín y, adrede, la llamó a los gritos.

Cuando la pobre anciana corrió pensando que le había sucedido algo grave, fue descocada por una roca gigante y gélida.

-¡La veja se mudió! ¡Aiuden a la veja! -gritaba la energúmena. Ña Salustia fue internada con politraumatismo de cráneo y Amanita la visitaba por las tardes para jugar al rompecabezas.

Una vez superados estos hechos de infancia, Amanita comenzó a crecer vertiginosamente, sin demora. Al final de sus precoces años de mal desempeño como sobrina, descubrió la teoría del Tentempié. Exponiéndola causó el asombro de los profesores de Antropología y del propio Máster en teorías.

Al cumplir los quince años recibió los regalos más hermosos. Pero uno la marcó de por vida: una patineta que le obsequió su tía, para que recorriera con ella el mundo, con su rostro al viento.

Con ese móvil, Amanita consiguió que el viento le modelara su rostro, hermoso pero regordete, pringoso, mientras que la lluvia le dio a sus cabellos ese aire sauvage y amontonado.

¡Futura trampa cazabobos y almas solitarias!

Amanita fue una bandolera, aún antes de conocer a su tía.