Menos Mitos

Los Defensores de Causas Perdidas. Capítulo 10

26-11-2016 / Lecturas, Menos Mitos
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Con ustedes, un nuevo capítulo de la novela sobre personajes célebres de ayer, hoy y pasado mañana a la noche. Aquí algunas derivaciones de quien supo decir que no y que sí al mismo tiempo.


Los Defensores de Causas Perdidas. Capítulo 10

Por Juan Fragueiro.

Dibujo: Carlos Nine.

Capítulo 10

Amanita Muscaria
Una obra maestra de la literatura casera.

En 1990 alguna hecatombe se preparaba para asaltar al mundo. Millones de sábanas se volatilizarían buscando una mejor oportunidad. Las ranas y saltamontes hacían fila frente al despacho del Intendente de turno para solicitar igualdad de derechos con los patos, ocas y/o ánades.

En 1990, año de cambios, Amanita Muscaria presentó su libro intitulado: «Por qué no odio a los hombres a pesar de lo estúpidamente idiotas que se los ve habitualmente por las mismas calles que caminamos nosotras.» Queda demostrado que la sintaxis no era, precisamente, su vena fuerte. El título, además, anticipaba el contenido del libelo, que escondía setecientas noventa y tres páginas.

No obstante, de nuestra amistad con la autora sólo obtuvimos permiso para reproducir el siguiente subcapítulo, que lleva por título: «Las mujeres no podemos caminar solas sin que aparezca algún gaznápiro o tunante machista y ofrezca acompañarnos, hacernos el filo y terminar encamado con nosotras.» ¿Ya dijimos el problema de la sintaxis?

Una noche, que no viene al caso precisar ni recordar cuál fue porque todas las noches son iguales de oscuras, inoportunas y largas, caminaba por las angostas y mugrosas avenidas de esta ciudad, portando pesares y desgracias propias del pensamiento femenino, cuando de pronto noté, no sin preocupación y alarma, que el reloj de la Catedral funcionaba. Tampoco viene al caso indagar o recordar por qué funcionaba justamente esa noche que salí a caminar con todas esas cosas encima.

No voy a hacer alarde de mis condiciones físicas actuales. Soy linda y no llevo ningún trapito atado al tobillo. El maquillaje que uso es altamente discreto, o sea que con estas precauciones ornamentales es imposible que me confundan con lo que no soy (al menos por esta noche): una mina para el levante fácil y redituable, sexualmente hablando.

Imposible que los buitres masculinos se acerquen a preguntarme cuánto cobro… Pero, una nunca sabe.
Con la estampita de San Andrés (protector femenino) en mi cartera tamaño set de viaje, devoro las baldosas sueltas en la peatonal Rivera Indarte, en dirección a la avenida Colón, buscando un taxi o colectivo que me acerque a mi domicilio en barrio Alta Córdoba.

La tranquilidad de la noche no me permite presagiar inconvenientes en el menesteroso trayecto; pero, como un espectro fantasmal y cazador solitario de ídems, aparece él. Un macho. Pescador de fatitos, sacado de quicio y de su departamento por el ardor de su propia neurastenia. Se aproxima a pasos acelerados. Escucho su pulso latiendo locamente a pocos centímetros de mis orejas. Lo espío de costado (por aquello de «si una violación es inevitable, relájate y goza»). El ingenio de este sabio y locuaz hombrecillo me susurra: «Hola… ¿solita?». Pienso en responderle una grosería tal como «No, tarado, mi novio es el Hombre Invisible», pero la descarto por agresiva y anticuada y me propongo una actuación cuasi teatral. Miro a los cuatro costados y preguntó en voz alta: «Oia… ¿dónde se metieron mis tres hermanos karatecas cinturón negro? No le hagan daño, eh». Pero el levantador insomne no se retira.
-Dale, tomamos un café. Nos conocemos, charlamos y nos vamos…
-No. No quiero -pienso responderle. Pero opto por el silencio y apuro el paso aferrando más aún mi cartera. Por fin, en una esquina veo a dos policías haciendo su ronda. Me aproximo a ellos, aliviada. El menor, de unos veinticinco años, me dice «Mamita, ¿qué pasa? ¿Querés que te acompañe?»

Mi sexto sentido, llamado intuición femenina, me sopla al oído que la solución no está ahí, en ese energúmeno acomplejado que me confunde con su madre y encima se cree lazarillo. Con un gesto de fastidio (así de grande) me alejo rápidamente de ellos y veo, a pocos pasos, un taxi.

Ni bien subo, el tachero me relojea de arriba a abajo. Siento cómo su mirada penetra por la hendidura de mis pantalones en la entrepierna, no más ajustados que lo moralmente permitido por la CNEMBC (Comisión Nacional Eclesiástica de Moralidad y Buenas Costumbres). Su mirada desabotona mi blusa y juguetea con los breteles complicados de mi corpiño Caro Cuore talle 95 y ¼. Y esa fisgonería lasciva me compromete infielmente con la realidad que hoy me golpea: Hace tres noches que nadie, n a d i e, me toca. Nadie me acaricia ni se me entrega… ¡Salvajemente!

Pero, esta noche, digo no. He salido a portar los banderines de la reivindicación femenina; decidida a cortar los atropellos varoniles y a no dejar que mi alter ego sucumba ante la felonía aviesa y descontrolada de un vulgar tachero que quizás hasta sea padre de familia y esas cosas prohibidas por el DEFC (Decálogo de Ética Familiar Cristiana).

Mis pechos, turgentes en sus pezones y fláccidos en sus contornos, se menean al ritmo de una bailanta cercana y con ellos consigo indicarle al trabajador del volante cuál es mi destino: Mendoza 6578. Pero a las pocas cuadras de haber arrancado, el travieso volantero de la noche me escudriña nuevamente por el espejo retrovisor y ametralla: «¡Tai segura de que no queré i a un telo de la zona, loquita de mis fichas indexadas!» Aun a riesgo de perder mi vida, bajo del automóvil arrojando improperios al tachero (y a mi yo interno, porque en realidad hubiera preferido decir «Sí».

Corro al poste del colectivo 70 y a los pocos segundos… (¡Vive Dios!) veo aparecer el carro de ganado humano, majestuosamente. Subo y antes de respirar aliviada el tenso aire de esa hora, noto que el pasaje se compone por varones: el chofer, dos estudiantes de arquitectura con sus carpetones molestos y las inmensas reglas, un borrachín y un respetable anciano dormitando al fondo. Ninguno me observa libidinosamente.

Enllegando a mi meta y cuando me apresto a bajar, el viejito del fondo hace el amague de igual acción. Mis nervios están a punto de desbordarme. ¡Podría ser mi padre! (pienso). Entonces tomo mi cartera, símil bolso de viaje, conteniendo el llavero además del peine, el espejo, el lápiz de los labios, la polverita, la agenda de plástico, las toallas higiénicas, el cepillo de dientes, la cajita de chicles Adams de menta y otros varios adminículos.

Entonces, con mucha fuerza, le pego al viejo de mierda (que ya ha dejado de parecerse a mi padre) en el rostro, al tiempo que mi rodilla impulsivamente se dirige a su punto más vulnerable. Mis uñas se adhieren a su ojo izquierdo y mi dentadura sigue apretando compulsivamente la nariz del tipejo. Luego de unos segundos, los suficientes como para que el pusilánime octogenario pierda el sentido de la horizontalidad vertical, entre los ayes de dolor y sus grititos de auxilio, reconozco la voz del viejito que vive frente a casa. Confundida, trato de reconfortarlo, pidiéndole disculpas mientras le sobo las partes dañadas por la golpiza. Pero ya es tarde… Todos han salido a defenderlo, temiendo un ataque de patotas y me sorprenden encima de él, sobándolo.

Al día siguiente pienso cambiarme de barrio. Todos me ven como la «asquerosa ninfómana que intentó violar a Don Antonio, el viejito dulce, mientras éste pedía auxilio a gritos.

Las mujeres no podemos caminar solas. Esta realidad nos conmueve. Además, ¿qué tenía de malo aceptar el café del «solitario», o la compañía edípica del policía, o la intención violatoria del tachero?

Acompañadas sudamos. Pero solas somos mal vistas. ¡Destino de mujer!

Como queda dicho, en 1990 se preparaba alguna hecatombe en el mundo cristianamente conocido; y Amanita Muscaria publicó su libro Porqué no odio a los hombres…

No obtuvo ningún premio, pero al menos se sacó las ganas.