Literatura

Florencia Aliaga. «Los Relojes de Paula»

22-07-2015 / Lecturas
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Con Florencia nos conocemos virtualmente, así y todo siento su calidez en cada palabra. Me encantaría recomendarles Retratos Propios de Sucedidos Ajenos completito en esta publicación, pero solo elegí un fragmento para que se queden con las ganas y salgan a buscar el libro.


Florencia Aliaga. «Los Relojes de Paula»

Por | csiles@redaccion351.com

LOS RELOJES DE PAULA

Desde que tenía noción, pedía siempre el mismo regalo de cumpleaños, de Reyes, de Navidad y hasta, tiempo después, de aniversario de casamiento: un reloj. Igualmente, todos sus ingresos como profesional los invertía en su compra también.

Así, en treinta y tres años de existencia, Paula había acumulado más de tres mil ejemplares de las más variadas formas y colores: los tenía de pared (algunos unas cajas profundas que emitían un tictac tan grave como una campana gorda y otros ultramodernos, casi del ancho de una hoja de papel que sonaban tímida pero metálicamente), en versión de mano (valiosas pulseras de oro puro que jamás se atrevía a usar y versiones más baratas en cuero, plástico, caucho y hasta lana) y también para mesa (relojes y despertadores de escritorio, algunos bien formales, en madera y bronce, y otros más festivos, estampados con el dibujo animado de moda o reproduciendo en su alarma el último hit cumbiero del verano).

Aunque nunca se preocupó en explicar ni justificarse sobre su fijación horaria ante los demás, si alguien le hubiera preguntado, ella hubiera contestado que no lo hacia por placer, si no por el más profundo odio. Le había declarado la guerra al tiempo y el reloj era el símbolo de su más intimo enemigo.

De pequeña, había redactado una larga y específica lista de todo lo que en su vida le gustaría ser y hacer: quería ser cantante, maestra, buena amante, escritora, astronauta, hacer el bien, tener muchos y verdaderos amigos, mantenerse en forma, escalar la montaña más alta del mundo, tener una alocada historia de amor, aprender a volar aviones, leer todos los libros del mundo (excepto los de Paulo Coelho y otros títulos de autoayuda que detestaba) entre muchos, muchísimos más deseos y metas.

Cuando tuvo conciencia del tiempo, pidió a sus padres que le compraran un reloj, para no perder en vista que el tiempo la corría y que le obstaculizaba el cumplir sus cometidos. Mientras trabajaba para cumplimentar con todos sus sueños, las horas se le escurrían entre las manos y más relojes necesitaba para cronometrar sus días y sus movimientos, para optimizar el uso de cada minuto que se le regalaba.

Por más que su casa vibraba como víctima de un temblor cuando los relojes alcazaban las doce de la noche y las doce del mediodía, y que el ruido de tantas agujas descoordinadas provocaba en todo el barrio sonido constante como de un enjambre de abejas, lo que había provocado el exilio de varias familias del barrio, ella continuaba con lo que llamaba su hobby, aunque todos lo identificaban como una clara y devastadora obsesión.

Dormía unas necesarias pero suficientes cinco horas, se lavaba los dientes en dieciocho segundos, y para bañarse ocupaba dos minutos, salvo día de por medio que le tocaba lavarse el pelo, lo que le llevaba seis, ahorrando unos buenos pares de minutos el resto de los días que no enjuagaba su cabellera. Salía de un trabajo, para entrar en otro y volvía a su casa para continuar en otro también. Entre tarea y tarea, su marido le robaba un beso. Rezar, solo le llevaba dos segundos, porque decía que Dios miraba la intención y no la extensión. Comía mientras hacía al mismo tiempo algo más, al igual que cuando leía, aunque después de varios incidentes, decidió no leer ni hablar por teléfono mientras manejaba. Con sus amigas, armaba citas cuando tenía algún respiro a la medianoche o temprano en la madrugada, encuentros que de tanto que disfrutaba se le pasaban volando.

De vez en cuando, jugaba a ganarle al tiempo: cuando salía a correr, los días en que le sobraba energía, corría tan pero tan fuerte que le arrebataba al día unos cuantos minutos. Aunque sabía que en contra el tiempo cada batalla estaba perdida, se consideraba una digna adversaria, y en sus cortos pero intensamente vividos años podía estar orgullosa de haber aprovechado cada instante.

Todo transcurrió para Paula a ese ritmo vertiginoso hasta que un error de cálculo, entre tanta disciplina y regularidad, trajo una nueva vida al mundo: ¡Paula iba a ser madre! Y lo fue. Y los nueve meses de espera no le parecieron tiempo perdido, a pesar de que pocas cosas odiaba más que esperar. Se sorprendió olvidando consultar sus relojes, pasando días sin usar su reloj pulsera o haciendo feliz cosas que antes consideraba como una pérdida de tiempo. Por momentos, se encontraba soñando despierta, mientras el mundo y las obligaciones no desaceleraban su característico ritmo.

Y aunque tener hijos no estaba en sus planes originales, no cayó en la maternidad solo una vez, sino en cuatro oportunidades. Con cada nuevo hijo, sus relojes se iban descalibrando aún más, el tiempo se hizo más relativo y podía pasarse horas enteras admirando en paz y silencio el paso de los días en el rostro de sus retoños. Cuando descubrió la primera arruguita en su rostro, no sintió la cicatriz como una herida de esta ofensiva contra el reloj, sino que la vio como un signo de vida y experiencia, y ni esa, ni las arrugas que vinieron después la hicieron sentirse menos atractiva. Muy de vez en cuando, seguía el compás de los relojes pero para disfrutar de la música improvisada que surgía de la conjunción de todas las máquinas de tiempo.

En la quietud de una tarde epifánica de domingo, mientras sus hijos la invitaban a cantar canciones que no existen, aprendió lo que nunca había aprendido, que no importaba cuántos segundos, minutos, horas o días pasaran, a todos hay que vivirlos como si fueran el último.  Y desde ese día, el único tiempo que Paula siguió es el que le dictaba su corazón.

Como para no perder la costumbre ni tampoco tremenda inversión, siguió coleccionando relojes, pero ahora de puro lujo, lo que luego sus descendientes lejanos leyeron como una interesante excentricidad.

 

Florencia Aliaga
Fragmento de «Retratos Propios y Ajenos»