El cronista de la sed

El pájaro, la bombacha y la noche

16-05-2016 / El Cronista de la Sed, Lecturas
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Sobre la inauguración del mes de mayo en el Museo Genaro Pérez.


El pájaro, la bombacha y la noche

Por Fer Vélez.

Lo he dicho hasta el cansancio: las inauguraciones de muestras no son para ver las «obras» o los «conceptos» de los artistas. Las inauguraciones son para saludar, demostrar cariño, afecto, fijarse si hay conocidos, quién vino con quién, quién no vino, averiguar por qué no vino… celos. Y básicamente, son para tomar vino. «El amigo líquido» le dijo un señor mayor a una señora mientras estaban en la sala que contiene las obras de Archina, ¿El qué? preguntó la mujer. El hombre mayor me miró por encima del hombro de ella con gesto cómplice, buscando compañía. «En esta sala me siento acompañado» me dijo. «¡Yo también!» le respondí.

Esta vez fue bueno entrar por atrás al museo y encontrarme casi solitario entre las imágenes corridas «como en pedo» y las cajas de tetra de viñas riojanas pintadas que colgaban por un hilo desde el techo. Debo confesar que una vez más me costó ir, no tenía ganas, estaba tirado en el sillón
con las patas tibias viendo la tele, queriendo dormitar después de una mañana chirle de barro en las afueras de la ciudad. Demostrar cariño en un abrazo puede sacarte de ese letargo.

Como ya ven, finalmente me tomé el bondi y fui. Quería saludarlo a Ciro, quería darle un abrazo. A pesar de ser el primero en buscarlo, no lo encontré. Pregunté a conocidos, a su familia. Me dijeron que por ahí andaba… No lo vi. Ingresé a su sala para buscarlo y me crucé con un espejo en el piso, pude ver un doble reflejo, pero sobretodo, pude ver el techo en mis pies. Sentí algo de vértigo, las figuras pintadas del cielorraso de la casona jugaban en lo profundo del suelo. Entre eso y el aire de la habitación, la imagen de un pájaro muerto parecía flotar en el reflejo de una pantalla de televisor viejo. Me fui, subí las escaleras, en el medio me crucé con una anciana que me preguntó:

-¿Usted sabe dónde está la muestra de Ciro?

-Ahí abajo señora, al lado de la puerta de ingreso.

-¿Me puede decir por qué me mandaron para arriba entonces?

-No, no puedo.

En el primer piso ya se complicaba caminar. Dos mujeres jóvenes se preguntaban dónde estaba el vino. Supongo que no eran sólo ellas
las que se preguntaban eso. En la sala triple del primer piso, una laaaaarga mesa blanca con cosas desparramadas. Se veía algo largo y colorido, también juguetón. Al acercarte, había detalles que te llevaban a la intimidad de alguien, no sé para qué pero así se percibía.

Pasé un largo rato allí, mirando cositas, telitas, hilos, bordados, dibujos, fotos, vestidos de fiesta para muñecas un poco más grandes que Barbie y una bombacha bordada con lentejuelas, canutillos y perlas de fantasía. Me crucé con un amigo filósofo al costado de la mesa.

-Vos sabés que yo hay cosas de los artistas que no… No hay forma… No los entiendo

-Mirá, -le dije-, a mi esto me encanta. Debe ser que me conecto con mi costado medio de puto. Me gustan los brillos, las lentejuelas, todo eso. Lo que más me llama la atención es que todo está a la mano, choreable, acá cualquiera se lleva algo y nadie se da cuenta.

Al terminar de hablar, mi amigo ya no estaba, lo perdí. Seguí dando la vuelta a la laaaaarga mesa y me encontré con la artista. La saludé, le pregunté sobre unos detalles y le pregunté si no tenía miedo de que le chorearan las cosas: «¡Esperemos que no, es un museo!» me dijo.

Después de esas dos charlas me fui pensando que pienso como un choro. Antes de salir al pasillo me crucé con el curador de esa sala, Fabhio. Nos saludamos amablemente y como sorprendidos de vernos las caras en la realidad porque nunca nos habíamos visto en carne y hueso (siempre habíamos discutido y puteado por facebook). «Dejen de confundir a la gente» le dijo Fabhio a una pareja que pasaba. «¡Eso!» dije yo, coincidiendo con él.

Me deslicé como chancho rengo por el pasillo estrecho. Julio, el fotógrafo perruno, me tomó del brazo y me llevó contra la pared:

-Se cumple un año de «Centro a la olla». ¡Tenemos que hacer la película! -me dijo.

-¡Sí! ¡De una! -le dije-, pero vayamos a buscar escabio.

-Antes…

Justo antes de que Julio termine su frase, a toda velocidad, como un wing derecho, se cruzó Raúl Lafuret: «¿Ya fueron al fondo? ¡Ah-ah! ¡Hoy tenemos copas!» dijo y siguió a fondo como hace siempre. Con Julio nos miramos. Le dije: «¿No es igual a René Housseman?»

Nos fuimos riendo para el fondo. «Se nos vino la noche, no se ve un pomo», le dije. Entramos a tientas y así seguimos hasta que los ojos se acostumbraron. Pequeñas transparencias monocromas y una suerte de proyecciones de siluetas de sombras ambientaban esa sala preparada casi siempre para lo oscuro en el museo. Dos niños traspasaron los límites espaciales de una mesa y jugaron contra una de las proyecciones. Me dibujaron la sonrisa de gato gordo. Se acercó Ceci y se presentó. También quería saludarla, bromeamos sobre quiénes éramos porque no nos veíamos, aunque creo que ella sí sabía quién era quién, como si fuese una de esas cámaras que tienen visión nocturna.

-¡Julius! Ya no doy más, quiero un vino.

Bajamos, me encontré con mi amigo pelado y encaramos para el patio.Una marea de artistas se bamboleaba de una punta a la otra tratando de agarrar un mísero manojo de burbujas de champagne o vino en alguna copa de vidrio. Fui a una punta y fui a la otra. En el medio estaba
haciendo ruido otra persona que ya había saludado al principio pero que en el relato dejé para el final. Le había prometido prestarle
atención pero no lo hice. Miento si digo que el resto no estaba en lo mismo que yo. Eso me pareció. ¡Nada! ¡Nada! Ni una gota. Miento,
dos dedos de burbujas fue todo lo que conseguí.

Señores galeristas, señores de la cultura, señores directores de museos, señor intendente: el público de las inauguraciones quiere vino, mucho vino, para eso vamos. Aunque sea paguen eso. En eso radica su éxito. Señores bodegueros y distribuidores de vinos: el público de las
inauguraciones nunca les van a comprar una puta botella, así que una de dos: o cambian de público o sirvan vino como debe ser. No amarguen al resto.

Por último: ¡que vuelvan los vasos de plástico! Nadie sabe cuánto vino tenés ni cuánto tomaste.