Menos Mitos

Colaterales del Festival La Falda Rock: La religión tiene la culpa

18-04-2016 / Lecturas, Menos Mitos
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Cuando el rock destraba los pasillos del Arzobispado y las carambolas del absurdo se vuelven pura realidad, aparece Primatesta y te mira fijo. Otra que misterio de la fe.


Colaterales del Festival La Falda Rock: La religión tiene la culpa

Por Juan Fragueiro.

Estaba terminando el Festival La Falda Rock 1983, los plomos desarmando las estructuras, algunos afortunados cobrando las últimas monedas disponibles, y en el ambiente una curiosa mezcla de carne asada, tinto, limón y soda. Como era costumbre, algunas discusiones cruzadas entre Capital e Interior fogoneadas por la prensa especializada no llevaban a ningún lado. Pero era entretenido apasionarse y discutir. En eso se acerca un joven agradeciéndonos por haberle tirado algunas entradas gratis y “quedando en deuda para lo que necesiten”, dijo. Mundo Interior era nuestra revista subte que compartía podio con Artemio, y mi costumbre era andar siempre con un ejemplar bajo el brazo por las dudas. Le doy creo que el número 4 del libelo y casi sin pensarlo le pregunto a qué se dedicaba: asistente o chofer de… ¡¡¡Primatesta!!!

Con la troupe de Mundo Interior habíamos incursionado en el periodismo de investigación, pasándonos algunas madrugadas detrás de los pasos del arzobispo, dentro de un Peugeot 404 verde estacionado sobre la plaza Vélez Sársfield, observando la segunda ventana del primer piso por la puertita disimulada sobre calle Montevideo («Servicio Sacerdotal de Urgencia», decía un cartelito silente con olor a óleos y crucifijos); nos habían pasado el dato de que ahí pernoctaba el susodicho cardenal. Así que cuando el joven me dijo su oficio de casi alcahuete del purpurado, sin dudar le dije que teníamos muchísimas ganas de conocer el Arzobispado por dentro. Ahí nomás nos concedió el deseo tal cual genio mágico y nos citó a los pocos días. Tratamos de ir los más presentables así que creo que el contingente no era numeroso, apenas si dos o tres. Entre mis papeles llevaba un cuestionario para el secretario de Dios en la Docta, preguntas pavas, preguntas hasta adolescentes. Una de ellas era respecto a la virginidad de María; la otra se refería a ciertas dudas sobre la infalibilidad papal o el celibato de los sacerdotes; por qué muy cerca de una iglesia hay un convento de monjas, esas cosas que uno se cuestiona desde la herejía o la rebeldía adolescente (tardío pero adolescente al fin).

El paseo se estaba limitando a salas habilitadas como museo, las que podían ser visitadas por cualquiera, y mientras el guía nos contaba frivolidades, yo sólo deseaba encontrar los archivos donde pudiera haber datos sobre el asesinato de Angelelli, por ejemplo. Así que en un descuido me metí en un pasillo angostito, calculando que estaba sobre la calle Trejo y prontamente me perdí… Subí y bajé escaleras perimetrales muy angostas, me asomé a ventanucos para orientarme, pero detrás de una curvita se me apareció un curita de metro ochenta, pelo bien rapadito, un catecismo en la mano derecha y para mí que en la izquierda llevaba una pistola pero debe haber sido mi cagazo nomás. «Estás perdido», me dijo. Sin siquiera un calmante “hermano”, “hijo” me tomó del brazo mientras me eyectaba hacia un patio enorme donde había varios nísperos (lo voy a charlar con mi terapeuta) y es cuando lo veo al culpable de mis desvelos caminando (quizás tomados de la mano) con otro curita que a la sazón resultó ser el padre Calixto Camilloni, con quien tuve la gracia de tomar mi primera comunión en una iglesia de Barrio Primero de Mayo. El padre Calixto tenía ideas muy raras para aquellos años 70, muy socialistas o solidarias con los pobres, así que un buen día lo rajaron de la capilla barrial y lo apoltronaron en la dirección del Seminario Mayor.

Como un vómito volcánico de jugo de pera y cerveza le grité rogando que me reconociera, lo cual sucedió porque fui el único que después del cursillo y previo a comerme la hostia, tuve que “rendir catecismo” por haber dudado acerca de la definición de Paraíso… o Santísima Trinidad, ya no me acuerdo.

Se acercan ambos dos, el de menor rango me palmea la espalda y le dice al supremo Raúl Francisco: “Este joven, de niño solía ser un buen cristiano”, a lo que la mirada infernalmente tiránica del Superior me pregunta: “¿Y qué pasó después?”. A mi juego me llamaron, empecé con el cuestionario pero sin sacar el papel, así de memoria pura. ¿La virginidad de María…? Misterios de la Fe. ¿La resurrección de Cristo y su ascensión a los cielos…? Misterios de la Fe. Bien, ¿los milagros de Lázaro, de los leprosos, de los inválidos…? Misterios de la Fe, insistía con menos paciencia cada vez don Raúl Francisco, hasta que antes de que pudiera continuar con mis preguntas, me acarició fuerte y violentamente la cabeza y con un guiño me puso en brazos nuevamente del curita metro ochenta, quien depositó mi humanidad en las escaleras de ingreso, del otro lado de la reja. Cuando salieron mis compañeros de la revista me preguntaron dónde me había metido. Les respondí que tuve una urgencia escatológica y no encontré el baño y como me aburría me fui al bar de enfrente.

Hasta el día de hoy nadie me cree que estuve sosteniéndole la mirada a Monseñor, salvo un empleado de la farmacia de DASPU que cuando me ve esperando siempre me grita “Monseñor, ¿como anda su esposa? ¿Y sus hijas?”, provocando que todos me miren azorados.

A las pocas semanas, nuestro introductor se casó en la Iglesia del Pilar y tuvo la bondad de invitarnos. Revancha, pensé. Me senté al borde de los bancos en la sexta fila… Durante toda la misa, y fundamentalmente en los sermones, los ojos de Raúl Francisco estuvieron enviándome señales de fuego.

Por eso, cuando velaron sus restos en la Catedral, fui para tener la oportunidad de mirarlo desde arriba. Ora pro nobis.