Emoción Registrada

Sergio Korn. Crónicas de un Trovador

21-04-2017 / Emoción Registrada, Lecturas
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En nuestro espacio destinado a rescatar publicaciones que entendemos valiosas, nos damos el gusto de compilar tres historias de uno de nuestros cantautores e intérpretes más queridos.


Sergio Korn. Crónicas de un Trovador

 Nacido en Río Cuarto, Sergio Korn recorre mundos con su guitarra desde hace más de 35 años.

Cada paisaje de su andar se resume en trabajos plenos de historias, como «Cordobeses», ese gran encuentro con otros dos maestros como Ariel Borda y Horacio Sosa, que en pocos días, precisamente el 5 de mayo, volverá a emocionarnos desde el escenario del Teatro Real. 

Después de «Hotel de Pasajeros», otro gran trabajo que contó con la participación de notables músicos de Córdoba, y que, como veremos, resume de algún modo buena parte de su camino, Sergio echó raíces en Calamuchita, tierra que ha celebrado en un estupendo registro, editado en 2014. La «Cantata Calamuchitana» es un puñado de quince canciones nacidas del encuentro entre sus acordes y los versos de diferentes poetas del Valle, en un gesto que se completa con bellas composiciones de nombres como Ica Novo, Julio Casas, César Guzmán, Drogán Escalante, José Aguirre, Luciano Merlo y Servando Zafiaurre.

Entre sus frecuentes presentaciones en Córdoba capital y el interior, su oficio de trovador lo lleva por diferentes espacios para compartir su canto. Hay que verlo llegar, desenfundar su guitarra y liberar milongas, zambas y chacareras entre las mesas de un boliche, como el mismo dice, «moviéndome sin estar atado a un cable, aprovechando la acústica del lugar.»

De esas visitas, y de otras memorias, surgen crónicas como las que nos damos el gusto de compartirles.

Sergio Korn – 18 de abril de 2017.

Crónica de Semana Santa.

Eran como las 3 de la tarde. Un rato antes había terminado mi rutina de trovador en un restorán de Los Reartes. Mis hijos preadolescentes estaban esperándome en el auto, hambrientos e impacientes por volver a casa distante a unos 8 kilómetros.

Era Semana Santa y, como suele suceder, el valle estaba atestado de gente. Dada la hora y las nulas ganas que tenía de cocinar, decidí recurrir a un parador que hace ricas comidas caseras y queda de paso, justo frente a la rotonda, en un lugar conocido como “el crucero”.

El parador estaba repleto de gente. Abrimos la puerta y nos dirigimos hacia el fondo, en donde se halla el mostrador y los exhibidores con la comida del día.

Mientras considerábamos el almuerzo escuché a un señor que empezaba a alzar la voz desde el fondo, refiriéndose al locro que le habían servido.

Era una pareja. Ella al principio no decía nada pero le ponía fichas al tipo para que reclamara. El hombre manifestaba claros síntomas de haber tomado de más y esto lo confirmaba una botella de vino sobre la mesa con apenas una cuarta parte del líquido elemento junto a dos cuencos.

Al parecer, la queja consistía en que al locro le faltaba carne, que era puro hueso y que no tenía ni un solo trozo de chorizo colorado. El tipo se levantó y caminó hacia el mostrador con uno de los cuencos en una mano mientras con el índice de la otra señalaba hacia el interior repitiendo: 

-Puro hueso este locro, yo no pienso pagar ni un centavo por esto.

Mis hijos lo miraban como si estuvieran viendo un dibujito animado de terror. Yo también. Los que estaban atendiendo lo observaron un poco más preocupados. Uno de ellos llamó a la cocinera y la puso al tanto del incidente. 

La señora, de ancha contextura y firme decisión, salió de la cocina con su cofia y delantal blandiendo un cucharón de madera de considerables dimensiones al tiempo que exclamaba con sorprendente energía e indisimulable orgullo: 

-¿Qué pasa con el locro?

Frente a semejante demostración de poder, el tipo balbuceó una disculpa y bajó el tono de su voz, pero su mujer, desde el fondo y viendo que el hombre estaba perdiendo terreno, comenzó a agraviar a viva voz a la vieja cocinera.

-¡Vieja panzona! ¡Se come toda la carne y te deja los huesos!

El tipo se daba vuelta y la miraba como suplicándole que baje los decibeles, pero ella siguió insultando a la cocinera, quien ya había traspuesto la línea del mostrador dirigiéndose resuelta y con el cucharón en lo alto hacia su insólita agresora. 

-¿A quién le decís vieja panzona, vos, rubia teñida, rata inmunda? ¡Váyanse inmediatamente de mi negocio, pero antes paguen!

Acto seguido, la cocinera comenzó a convencer a su instigadora a cucharonazos en la espalda.

Un barbudo alto y corpulento que estaba comiendo en otra mesa junto a su familia se levantó y, dirigiéndose a la pareja, les dijo:

-Ya oyeron a la señora: ¡váyanse y ya! Hace años que nosotros venimos a comer a este lugar y nunca había pasado esto. La comida es excelente y ustedes son unos estafadores que están haciendo todo este circo para irse sin pagar y para arruinarle el almuerzo a todos los que estamos acá”.

El marido de la rubia tarada, con los ojos colorados y tratando de mantener el equilibrio, reclamaba un corcho para poder llevarse el resto de vino que había quedado en la botella.

La rubia teñida amagó con otro insulto pero el cucharón de madera se estrelló contra sus anteojos y salieron a empujones del lugar, mientras la vieja cocinera les gritaba hasta quedarse sin voz:

-¡¡¡Y no vuelvan más!!!

Y colorín colorado…

 

Sergio Korn – 22 de febrero de 2017.

Crónicas de un trovador.

París, octubre de 1984.

Se estaba por cumplir un año desde mi llegada a Francia. La fecha del pasaje de avión de Lan Chile, ida y vuelta, abierto por un año, anunciaba implacable que estaba cerca el regreso a la Argentina. Las opciones eran claras: me volvía o me quedaba.

Hacía varias semanas que oscilaba como un péndulo entre ambas sin poder decidirme. Había puesto en la balanza todas las fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas de una y otra alternativa pero la indecisión se había apoderado de mí.

La situación migratoria no era la más aconsejable. Estaba sin visa de turismo, es decir, ilegal para la ley francesa pero era posible renovarla saliendo a otros países limítrofes para luego volver a entrar a Francia con visa por otros tres meses.

Tocar en el metro funcionaba bien. Era cuestión de saber elegir la línea, las estaciones de recambio y de comunicación con otras líneas y los horarios más propicios…

Quería quedarme un tiempo más para seguir viviendo esa experiencia única pero, al mismo tiempo, era consciente de que esta decisión implicaba riesgos y posibles pérdidas importantes, relacionadas con lo afectivo, lo económico y lo laboral.

¡La encrucijada en la que me hallaba inmerso era atroz!

Cualquier decisión que tomara me ofrecía razones por las que luego me arrepentiría. Pero el espíritu aventurero indicaba claramente cuál era la opción deseada… Era el deseo contra el miedo a la inseguridad y a la pérdida.

Estaba en el departamento de Montparnasse que una amiga venezolana me había prestado por unos meses, a pocas horas de confirmar y reservar el vuelo o perder el regreso aéreo para siempre. Tomé la moneda y le di sentido a cada lado: Cara me vuelvo, seca me quedo…

Cuando la moneda giraba en el aire, supe lo que realmente deseaba.

Cayó de cara.

-Listo, me vuelvo -pensé.

La guitarra y la valija, cerrada y lista, estaban esperándome junto a la puerta.

Entonces exclamé:

-¡Al carajo! ¡Me quedo!

Una semana más tarde estaba en el consulado argentino de Milán gestionando una nueva visa de turista por tres meses más.

Volví a la Argentina casi 3 años después, en enero de 1987.

Esta canción fue gestada en esos días. Tendría unos 25 años. La grabé 17 años más tarde en Córdoba y está en el disco “Hotel de pasajeros”.

 

 

Sergio Korn – 21 de febrero de 2017

Crónicas de un trovador.

Él arrancó con unos arpegios al ritmo de la milonga. Los acordes empezaron a insinuarse en la guitarra hasta desembocar en la introducción de “Los ejes de mi carreta”, de Atahualpa Yupanqui.

La gente estaba comiendo. Aquellos que repararon en el fondo musical y lo reconocieron quedaron inmediatamente atentos y cautivados, con el tenedor suspendido en la mano y la copa rozando los labios, hasta que empezaron a tararear la melodía. Otros no se dieron por enterados.

El trovador atravesó el largo salón, a paso lento, mientras cantaba “…es demasiado aburrido seguir y seguir la huella”… Caminó lentamente entre las mesas, esquivando a una moza que venía de frente con una bandeja repleta de platos.

La gente lo seguía como hipnotizada, los tallarines colgando del tenedor y la copa de vino derramándose sobre los pantalones. Ya nadie hablaba, todos seguían en silencio la caminata lenta del trovador que a esa altura cantaba “…no necesito silencio, ya no tengo en qué pensar…”

De pronto la vio, frente a él y a la altura del salón del medio.

Estaba en una mesa, mirándolo fijamente desde sus dos tremendos faroles color miel, el pelo castaño ensortijado y una actitud entre pícara y desafiante.

Ella se bajó de la sillita alta posando sus menudos pies descalzos sobre el piso de estucado y empezó a moverse.

La gente la miraba, conmovida, mientras danzaba al ritmo de la milonga con un movimiento suave y delicado de sus bracitos, moviendo sus piernas y caderas con admirable sincronización.

A esa altura, el trovador entonaba “…tenía pero hace tiempo, aura ya no tengo más…”, y a continuación retomaba los arpegios y la secuencia de acordes del final, mientras la niña coronaba los últimos compases con una reverencia al estilo princesa de Austria.

La gente estalló en un aplauso. Volaron por el aire algún tenedor, migas de pan y restos de trucha a la manteca negra. Los padres de la criatura lloraban de emoción y las mozas estaban quietas, como detenidas en el tiempo, sosteniendo las bandejas con sus manos.

El trovador devolvió la reverencia con una sonora carcajada mientras la niña, como si nada, volvía a trepar a su sillita para atacar un plato de deliciosas papas fritas.