El cronista de la sed

Una imagen no vale mil palabras

13-11-2017 / El Cronista de la Sed, Lecturas
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El viernes 10 de noviembre, Martín Pinus y Fer Vélez presentaron su libro «Flores para Abraham» en Estudio taller Ceci Qum. Esta es la crónica de uno de los autores, desde la sed habitual hasta el brindis.


Una imagen no vale mil palabras

Por Fer Vélez.

Hace una semana Pablo Arietti me pidió que escriba una crónica adelantada de la presentación del libro. La idea me entusiasmó, me pareció genial. A la distancia pienso que la debería haber escrito y no lo hice. Tuve poco tiempo y el poco tiempo que me sobró lo destiné para recibir unos mimos de mi compañera y mis hijos o para descansar.

El personaje del Cronista de la Sed encara sus relatos en primera persona, es su modus operandi. Hacer este relato es nuevo para mí. Nunca lo hice estando de los dos lados del mostrador. Me sucedió algo parecido cuando teniendo la posibilidad de prologar el libro le propuse a mi socio encargárselo a alguien más. Se lo encomendamos a Julio César Audisio. No nos equivocamos. Ahora no sé bien por dónde empezar.

Quizá deba comenzar diciendo que estas palabras son personales y no involucran los pareceres, visiones y sentimientos de mi socio en el libro Martín Pinus. El libro no nació como idea desde el inicio. Podría decir que iniciamos un ejercicio porque estábamos muy al pedo en horarios de descanso, pero tampoco fue así. Mejor dicho, al principio pensé que sería así y evidentemente no lo fue. Empezamos una conversación inusual y despareja. Esa idea tampoco fue mía, fue una proposición de Martín. Solamente tuve que aceptar el convite. Él lo tiró como algo casual y relajado: vos me pasás una foto y yo te mando un texto y así. Sencillo, ¿no?

Pasaron los días y no arrancábamos. Yo no tenía ganas de ponerme con un proyecto nuevo que me implicara andar pensando demasiado. Un día le dije: «¿Y?» «Pasame una foto», respondió. Ahí se selló mi rol dentro de lo que terminaron siendo estas flores. El tipo no hizo un sorteo, simplemente me dejó la ventaja de mover primero, como las blancas en una partida de ajedrez. Como cuando vas en bici de a dos y uno maneja mientras el de atrás pedalea sin poder decidir hacia dónde va. No tenía ganas de pensar una foto, hace rato no ando con ganas de eso.

Una mañana me levanté temprano y elegí una imagen para dar inicio. Se trataba de una foto que había hecho días anteriores en un trabajo rentado. Había fotografiado las peleas de Vale Todo en un festival que incluía catorce peleas. Le mandé una de las miles de fotos de esa jornada. Al recibirla, Martín rió. «¡Buenísimo mi puti!» dijo. Al otro día me llegó un texto. No tenía demasiadas expectativas, no habíamos fijado ningún tipo de orden, patrón, esquema, nada. Solamente me dijo: vos no me digas nada de la foto así no me ensuciás la cabeza. Ahí estaba yo, leyendo el texto.

Todavía recuerdo mi sorpresa y espero guardar ese recuerdo como un tesoro mucho tiempo. Ahí me entusiasmé, pero seguía sin ganas de hacer fotos. Martín me apuró para que le mande otra y entonces eché mano a una foto que había hecho esa semana con el celular. Así empezamos y así seguimos. Nunca nos opinamos sobre las fotos ni sobre los textos a excepción de una vez que Martín objetó una de las fotos porque le parecía que su estética no se correspondía para nada con las anteriores. Tenía razón, se lo dije. En ese momento decidí que no iba a realizar ninguna foto específicamente para el ejercicio, iba a utilizar las fotos de mi archivo.

Me puse a hurgar en mi archivo, me fui lejos, a los inicios de las fotos digitales inclusive y comencé a juntar imágenes. Las puse a todas en una bolsa. Conté cuatrocientas. Desde ese momento me senté a esperar los textos. Apenas llegaban los leía y de acuerdo a eso seleccionaba una foto de la bolsa y en menos de media hora le respondía. Se creó una especie de frenesí, pelotazo va pelotazo viene, casi como una partida rápida de ajedrez contra reloj. Por si fuera poco, un día Martín dijo si no quería que eso fuera un libro. «¿Eh?» respondí. «Sí boludo, yo tengo una novela lista para publicar pero esto me torció el rumbo, puedo hablar con Ramiro el editor y si le parece lo hacemos ¿Qué te parece? Pensalo.» Yo no tenía pensado hacer un libro y no hablo de ahora, hablo de no haber considerado nunca en el futuro publicar un libro. Ahí estaba considerando esas palabras. No pensé mucho, dije que sí y luego le agradecí la generosidad de su gesto.

Ahí nomás nos atacó la deformación profesional de trabajar en publicidad. Pusimos en primer lugar el día que deseábamos presentar el libro: 10 de noviembre y de ahí restamos hacia atrás que día tenía que entrar en imprenta y de eso restamos los días de diseño y corrección. El 20 de octubre tenía que estar en imprenta, teníamos que tener todo el material el 10 de octubre para poder diseñar. Eso sucedió a mediados de agosto y todavía no teníamos la cuarta parte del material. El vértigo se multiplicó. «Adrenalina» le dicen. Además, para sumar al torbellino, Martín deslizó: “…Taría bueno presentarlo como muestra también…” «¡De una!» Respondí. Recordé en ese momento el ofrecimiento desinteresado de Raul Lafuret Pereyra. A lo largo del año el tipo me había insistido en ayudarme a producir una muestra, yo lo había pateado para adelante porque mi cabeza no estaba en eso. Lo llamé y le conté. Dijo «sí». Le comenté en la reunión que tenía temor de no conseguir lugar para realizar la muestra, sobre todo por mis escritos en Facebook sobre el ambiente del arte cordobés. «Te equivocás -me dijo-, el problema es la fecha, no vos. A esta altura del año ya está todo programado.»

Sentí que me tenía que encargar de la presentación en formato de muestra, Martín me lo confirmó. Fui a ver a Ceci Qum de Club Qum para pedir presupuesto para las impresiones. Charlando, me preguntó: «¿Ya tenés lugar Fer? Te ofrezco la casa, fijate.» Me tomó por sorpresa, no lo esperaba, no lo había pensado. Fuimos los tres a ver el lugar. Martín tenía dudas porque no era un lugar convencional. Con Raúl se las despejamos. Aceleré y aceleré apretándolo a Martín para que escriba lo más rápido posible. Lo hizo de noche en la casa, en el bondi, en la sala de espera del hospital, en el recreo de la facultad, casi todo desde el celular. Antes de terminar le dije: «Martín ¿Quién diseña el libro? Porque para mí, por cómo se viene dando todo, tiene que ser Marcelo Garraza, tu socio.» Se sonrió, hizo una pausa… «Estaría bueno -dijo-, pasa que estamos hasta las manos en la agencia y no lo quiero joder porque va a ser para que se lo lleve a la casa y es un laburazo…» «¡Listo! -dije-, se hace como vos digas.» Marcelo tampoco sabía del libro, como casi la mayoría. Cuando se enteró no permitió que lo agarre nadie más. Se subió a este colectivo desbocado de buena onda y acá estamos todos juntos levantando las copas.

¿Cómo trasladaría estas 1182 palabras a una sola imagen? ¿Para qué?